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FAENAS CAMPERAS

 

UN RODEO (1870)

ROBERTO B. CUNNINGHAME GRAHAM

 

En las grandes estancias de las llanuras, la vida se concentraba en un espacio amplio, escueto, de color parduzco, a veces hasta de un octavo de legua de ancho, llamado el rodeo, que en aquel océano de altas hierbas parecía como un bajío en alta mar.

Casi todas las mañanas del año se recogía el ganado y se le enseñaba a permanecer allí hasta que el rocío desaparecía de la hierba. Usábase la frase de parar rodeo, que corresponde al round-up de los cow-boys de las llanuras del norte.

A eso de una hora antes de amanecer, hundida ya la luna, sin que el sol se hubiera levantado todavía, en el momento en que los primeros rayos rojizos empiezan a teñir el cielo, los gauchos se alzaban de sus recaos. En esos tiempos era cuestión de honor dormir sobre el recao, tendida la carona en el suelo, con las jergas encima, puesto el cojinillo bajo las caderas para blandura, usando los bastos, de almohada, y debajo de ellos, pistola, cuchillo, tirador y botas, envueltos en el poncho, y un pañuelo atado en la cabeza.

Los gauchos se levantaban a pesar del rocío o la escarcha, según la época del año, y veían si el caballo que habían dejado atado toda la noche se había enredado en la soga. Luego volvían junto al fuego, se sentaban, tomaban un matecito cimarrón y fumaban. A cada instante, algún hombre se apartaba del fuego, levantaba el cuero de yegua que servia de puerta; luego volvía silenciosamente, se sentaba, tomaba un tizón del fuego, sacándolo clavado en el filo del cuchillo, y encendía un cigarrillo. Cuando el alba ya iluminaba el cielo, como la aurora boreal en el norte en las noches de invierno, ya se habían puesto en pie, y echándose los recaos al hombro, salían a ensillar.

Los pingos tiritaban afuera, atados a sus maleadores, arqueando el espinazo como gatos a punto de reñir.

Generalmente el jinete en perspectiva, después de arrancar la estaca a que su caballo había estado atado toda la noche, recogiendo el cabestro, se acercaba cautelosamente. Los caballos bufaban como máquina de vapor que asciende una pendiente. Cuando lo podía hacer, el gaucho ensillaba su caballo después de manearle las manos delanteras, aunque con toda seguridad habría de botar las jergas y la carona varias veces antes de ensillarlo. Una vez puesto el recao en su lugar, el jinete estiraba el pie desnudo debajo del vientre del caballo; cogía la cincha entre los dedos del pie, pasaba el látigo por entre los anillos de hierro de la encimera y de la cincha, apoyaba el pie contra el costado y tiraba hasta dejar el caballo como una vejiga de cebo, lo que muchas veces hacía que éste corcoveara a pesar de estar maneado.

Si sucedía que el caballo estuviera medio amansado no más, que fuera redomón como solía decirse, su amo lo conducía al palenque y lo ataba allí, luego lo maneaba y hasta lo vendaba, y así lograba ensillarlo después de mucha brega y mucho resoplido. Al propio romper del alba, sonreía la pampa plateada de neblina y de rocío, y en las mañanas de invierno flotaban mirajes prodigiosos de árboles que parecían suspendi­dos de mitad del aire con las copas hacia abajo. El capataz daba la señal de marcha. Los gauchos se acercaban lentamente a sus caballos, soltándolos con cuidado de no quedar presos de algún lío del maneador, y luego, volviendo a apretar las cinchas, que solían ser de ocho o diez pulgadas de ancho, conducían sus caballos algunos pasos adelante para que estiraran el lomo, o si querían, que corcovearan. Luego montaban. Algunos de los caballos se revolvían al galope; sus jinetes los retenían con el bozal en la mano izquierda; en la derecha, puesta sobre la cabeza de la silla, llevaban las riendas. Saltaban a la silla de una manera pecu­liar suya, doblando la rodilla y pasándola sobre la mitad de la silla, sin apoyarse jamás sobre el estribo como hacen los europeos, de suerte que el acto parecía un solo movimiento, y quedaban a caballo, con la facilidad con que resbala una gota de agua sobre un vidrio, y sin hacer más ruido.

Llamando a los perros, que solían ser todos mestizos, con uno que otro galgo negro flaco en cada partida, los gauchos emprendían la marcha, dejando sobre el rocío estampadas las huellas de sus caballos. Algunos de éstos corcoveaban y brincaban; los jinetes gritaban, las largas cabelleras les caían sobre los hombros, alzándose y cayendo con el saltar de los caballos. De la estancia salían siempre al trotecito. Los caballos empina­ban los lomos, arqueaban el cuello, macujando el bocado provisto de anillos rotatorios, llamados coscojos, que retintineaban entre sus dientes.

A eso de cien varas se miraban unos a otros; alguno decía: "Vamos"; los demás contestaban: "Vamonos”. Y galopaban hasta llegar al punto indicado por el capataz para que se separaran; éste les explicaba que tal y tal punta de ganado debía estar en "La loma, cerca del arroyo de Los Sarandís" que "en esa punta había una vaca ñata, por más señas vieja, que no hay modo de equivocar".

Con otras puntas estaba un novillo con un cacho roto, un toro hosco, o una vaca yegüera. Generalmente los perros se quedaban con el capataz, detrás de su caballo. En un santiamén, con los primeros rayos del sol que derretían el rocío en las yerbas, desaparecían los jinetes en todas direcciones. Aquello se llamaba campear; el dueño o el capataz se daba sus trazas de que le tocara la punta de ganado más mansa y acostumbrada a pastar más cerca de la casa, en la cual probablemente habría algunos bueyes mansos y una que otra vaca lechera. Apenas encontraba su punta, el capataz la conducía lentamente al rodeo; las reses se acercaban mugiendo; los animales más jóvenes echaban a correr antes de llegar al rodeo y todos paraban apenas pisaban el suelo desnudo y sin hierba. Al llegar allí, el capataz encendía un cigarrillo, dejaba al caballo andar paso a paso, haciendo entrar al rodeo a toda res que tratara de separarse de las demás y de volverse a la hierba.

Así aguardaba cosa de dos horas en tanto que el sol subía en el horizonte, y que sus rayos al adquirir fuerza, hacían brotar del suelo pisoteado del rodeo un olorcillo acre, peculiar de aquel recinto, en que, año tras año se habían recogido millares de cabezas de ganado todos los días. La punta ya recogida, muy pronto permanecía inmóvil; los animales doblaban la cabeza. El caballo del capataz y se impacientaba, ya entraba en estado contemplativo, descansando alternativamente en una o en otra pata trasera.

Los perros que habían quedado con el capataz se estiraban cuan largos eran en la hierba. Por fin se oían a lo lejos gritos indecisos, mar­tilleo de galope y ladrar de perros, que iban aumentando en claridad y precisión al acercarse. Luego un tronar sordo de innúmeros cascos, y, poco a poco, del norte, del sur, del este y del oeste, llegaban grandes puntas de ganado, a carrera tendida. Detrás de ellas, con los ponchos flotantes y blandiendo los cortos rebenques sobre sus cabezas, corría el gauchaje, seguido de los perros. A medida que cada pinito llegaba al rodeo, los jinetes contenían el galope de sus caballos cubiertos de espuma, para que el ganado a su vez, anduviera más despacio, y no iniciara una des­bandada entre los animales ya recogidos.

Por fin llegaba la punta de la ñata. o la del buey palomino, o aquella no del todo aquerenciada... “¡Jesús, que punta, la trajimos a pura guasca!”. De esta suerte se reunían cuatro, cinco o diez mil reses; los hombres que las habían traído de las lomas, de las cuchillas y de las cañadas, de los espesos pajonales, de los montes y de los rincones de los ríos, después de aflojar la cincha, cabalgaban lentamente alrededor del ganado. para mantenerlo en su lugar, lo que llamaban atajar el rodeo. Los perros permanecían echados, acezando con la lengua afuera, el sol empezaba a picar y de vez en cuando, algún novillo, o alguna vaquillona ágil, o hasta una pequeña punta de ganado, se salían, tratando de volverse a su querencia o por puro miedo.

Dando un grito, el jinete más cercano se precipitaba de un salto, fogoso, con la cabellera al viento, tratando de pasar a los fugitivos y de cortarles la marcha... "Vuelta ternero", "vuelta vaquilla", gritaban corriendo al lado de los animales escapado. A eso de las cien varas —porque el ganado criollo corría como el relámpago— él jinete se acercaba más al animal fugitivo y andando delante trataba de devolverlo, oprimiéndolo con el ijar de su caballo. Si después de una caza de tres o cuatrocientas varas, el animal se volvía hacia el rodeo, como generalmente sucedía, el gaucho, después de uno o dos saltos, contenía el caballo, y a galope se unía con sus compañeros.

Si se trataba de un toro arisco, de alguna vaca muy ágil, y sucedía que después de empujarla de costado volvía a emprender el camino, o si se paraba y embestía, el gaucho corría al lado del animal, golpeándolo con el mango de su arreador. Si todo esto fallaba, como postrer recurso, el gaucho emprendía carrera y golpeaba al animal de costado con todo el pecho de su caballo, haciéndolo caer pesadamente al suelo. Esto se llamaba dar una pechada, y al ser repetido, bastaba para dominar a los animales más reacios, aunque a veces era preciso enlazarlos y traerlos arrastrando; si después de esto volvían a salirse, los gauchos los enlazaban, los echaban por tierra, y les sacaban un pedazo de piel encima de los dos ojos, de modo que al caer se los cubriera, cegando de esta suerte al animal, e impidiendo toda fuga. Tales eran las amenidades de la escena.

Así, después de cosa de media hora de cabalgar alrededor del rodeo, que en un principio había sido una masa caleidoscópica y mugiente, erizada de cuernos por lo alto, y estremecida de cascos por lo bajo, esmaltada de ojos chispeantes, con innumerables colas sacudidas a manera de látigos, como serpientes, una mezcla de todos los colores, negro, blanco, pardo, castaño, crema, rojo, en intrincada maraña, resultaba una masa apreciable en que podían reconocerse las distintas puntas de ganado, señaladas cada una de ellas por algún animal saliente, ya por el color, ya por la forma. Tanto el capataz como sus gauchos, las conocían tan bien como conocen los marinos las varias clases de barcos, y en un instante, de un solo golpe de vista, sabían qué animal estaba gordo, o si tan sólo daría carne blanca, según el modo de decir de los conocedores, o si el estado general del ganado era bueno o era malo, y todo esto tratándose de un rodeo de cinco mil animales.

Sus ojos escudriñadores veían con solo mirar, si alguna res se había herido, y si le habían entrado gusanos en la parte enferma. El toro o la vaca así afectados, eran enlazados, echados por tierra, se les lavaba la herida con sal y agua, y se les dejaba levantarse. Inútil agregar que esta operación no contribuía a la mansedumbre; en algunas ocasiones, para evitarse trabajo, los gauchos los enlazaban de las astas y de las patas desde a caballo en distintas direcciones, para mantenerlas tensas, sino que se contentaban con enlazar la res, derribándola y poniéndole una mano delantera, por debajo, por entre las patas; en tal caso, el individuo que tenía en la mano el cuerno de vaca con el remedio, podía verse en situación muy apurada. Si no tenía un caballo fácil de montar, el animal enfurecido, al levantarse, lo perseguía con tal prisa que él tenía que agacharse y pasar debajo de su caballo para montar del otro lado. Si por mala suerte suya el caballo se le escapaba, para salvarlo se precipitaban dos gauchos, rápidos como el viento, blandiendo sus arreadores de mango de hierro en lo alto como mayales, prontos a golpear con ellos el lomo del toro, que encajonaban entre sus dos caballos, apretándose con él a todo galopar, y en tanto que pasaban, retumbando como un trueno en la llanura, hombres, caballos y el toro que huía, todos confundidos, el gaucho que había estado en peligro saltaba detrás del jinete que le quedaba más cerca, precisamente como una borrilla de cardo llevada por el viento, que se detiene un instante sobre la ceja de una alta colina, llega al borde y desaparece.

Después de una o dos horas, si no sobrevenía percance alguno, los paradores se separaban del rodeo a galope y charlando sobre el precio del ganado en los saladeros, las carreras del domingo próximo en esta o en aquella pulpería, ya en "La Flor de Mayo", en "La Rosa del Sur", o en la esquina de los "Pobres Diablos". El ganado recogido en el rodeo, al sentirse solo y libre, se desintegraba lentamente, como se escurre una muchedumbre humana después de un mitin en Hyde Park, volviendo las diversas puntas a sus lugares favoritos.

 

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