www.TRADICIONGAUCHA.com.ar
El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
NUESTRAS
TRADICIONES FAENAS CAMPERAS |
UN
RODEO (1870)
ROBERTO B. CUNNINGHAME GRAHAM
En las grandes estancias de las
llanuras, la vida se concentraba en un espacio amplio, escueto, de color
parduzco, a veces hasta de un octavo de legua de ancho, llamado el rodeo, que
en aquel océano de altas hierbas parecía como un bajío en alta mar.
Casi todas las mañanas del año
se recogía el ganado y se le enseñaba a permanecer allí hasta que el rocío
desaparecía de la hierba. Usábase la frase de parar rodeo, que corresponde al
round-up de los cow-boys de las llanuras del norte.
A eso de una hora antes de
amanecer, hundida ya la luna, sin que el sol se hubiera levantado todavía, en
el momento en que los primeros rayos rojizos empiezan a teñir el cielo, los
gauchos se alzaban de sus recaos. En esos tiempos era cuestión de honor dormir
sobre el recao, tendida la carona en el suelo, con las jergas encima, puesto el
cojinillo bajo las caderas para blandura, usando los bastos, de almohada, y
debajo de ellos, pistola, cuchillo, tirador y botas, envueltos en el poncho, y
un pañuelo atado en la cabeza.
Los gauchos se levantaban a
pesar del rocío o la escarcha, según la época del año, y veían si el caballo
que habían dejado atado toda la noche se había enredado en la soga. Luego
volvían junto al fuego, se sentaban, tomaban un matecito cimarrón y fumaban. A
cada instante, algún hombre se apartaba del fuego, levantaba el cuero de yegua
que servia de puerta; luego volvía silenciosamente, se sentaba, tomaba un tizón
del fuego, sacándolo clavado en el filo del cuchillo, y encendía un cigarrillo.
Cuando el alba ya iluminaba el cielo, como la aurora boreal en el norte en las
noches de invierno, ya se habían puesto en pie, y echándose los recaos al
hombro, salían a ensillar.
Los pingos tiritaban afuera,
atados a sus maleadores, arqueando el espinazo como gatos a punto de reñir.
Generalmente el jinete en
perspectiva, después de arrancar la estaca a que su caballo había estado atado
toda la noche, recogiendo el cabestro, se acercaba cautelosamente. Los caballos
bufaban como máquina de vapor que asciende una pendiente. Cuando lo podía
hacer, el gaucho ensillaba su caballo después de manearle las manos delanteras,
aunque con toda seguridad habría de botar las jergas y la carona varias veces
antes de ensillarlo. Una vez puesto el recao en su lugar, el jinete estiraba el
pie desnudo debajo del vientre del caballo; cogía la cincha entre los dedos del
pie, pasaba el látigo por entre los anillos de hierro de la encimera y de la
cincha, apoyaba el pie contra el costado y tiraba hasta dejar el caballo como
una vejiga de cebo, lo que muchas veces hacía que éste corcoveara a pesar de
estar maneado.
Si sucedía que el caballo
estuviera medio amansado no más, que fuera redomón como solía decirse, su amo
lo conducía al palenque y lo ataba allí, luego lo maneaba y hasta lo vendaba, y
así lograba ensillarlo después de mucha brega y mucho resoplido. Al propio
romper del alba, sonreía la pampa plateada de neblina y de rocío, y en las
mañanas de invierno flotaban mirajes prodigiosos de árboles que parecían
suspendidos de mitad del aire con las copas hacia abajo. El capataz daba la
señal de marcha. Los gauchos se acercaban lentamente a sus caballos,
soltándolos con cuidado de no quedar presos de algún lío del maneador, y luego,
volviendo a apretar las cinchas, que solían ser de ocho o diez pulgadas de
ancho, conducían sus caballos algunos pasos adelante para que estiraran el
lomo, o si querían, que corcovearan. Luego montaban. Algunos de los caballos se
revolvían al galope; sus jinetes los retenían con el bozal en la mano
izquierda; en la derecha, puesta sobre la cabeza de la silla, llevaban las
riendas. Saltaban a la silla de una manera peculiar suya, doblando la rodilla
y pasándola sobre la mitad de la silla, sin apoyarse jamás sobre el estribo
como hacen los europeos, de suerte que el acto parecía un solo movimiento, y
quedaban a caballo, con la facilidad con que resbala una gota de agua sobre un
vidrio, y sin hacer más ruido.
Llamando a los perros, que
solían ser todos mestizos, con uno que otro galgo negro flaco en cada partida,
los gauchos emprendían la marcha, dejando sobre el rocío estampadas las huellas
de sus caballos. Algunos de éstos corcoveaban y brincaban; los jinetes
gritaban, las largas cabelleras les caían sobre los hombros, alzándose y cayendo
con el saltar de los caballos. De la estancia salían siempre al trotecito. Los
caballos empinaban los lomos, arqueaban el cuello, macujando el bocado
provisto de anillos rotatorios, llamados coscojos, que retintineaban entre sus
dientes.
A eso de cien varas se miraban
unos a otros; alguno decía: "Vamos"; los demás contestaban:
"Vamonos”. Y galopaban hasta llegar al punto indicado por el capataz para
que se separaran; éste les explicaba que tal y tal punta de ganado debía estar
en "La loma, cerca del arroyo de Los Sarandís" que "en esa punta
había una vaca ñata, por más señas vieja, que no hay modo de equivocar".
Con otras puntas estaba un novillo
con un cacho roto, un toro hosco, o una vaca yegüera. Generalmente los perros
se quedaban con el capataz, detrás de su caballo. En un santiamén, con los
primeros rayos del sol que derretían el rocío en las yerbas, desaparecían
los jinetes en todas direcciones. Aquello se llamaba campear; el dueño o el
capataz se daba sus trazas de que le tocara la punta de ganado más mansa y
acostumbrada a pastar más cerca de la casa, en la cual probablemente habría
algunos bueyes mansos y una que otra vaca lechera. Apenas encontraba su punta,
el capataz la conducía lentamente al rodeo; las reses se acercaban mugiendo;
los animales más jóvenes echaban a correr antes de llegar al rodeo y todos
paraban apenas pisaban el suelo desnudo y sin hierba. Al llegar allí, el capataz
encendía un cigarrillo, dejaba al caballo andar paso a paso, haciendo entrar
al rodeo a toda res que tratara de separarse de las demás y de volverse a
la hierba.
Así aguardaba cosa de dos horas
en tanto que el sol subía en el horizonte, y que sus rayos al adquirir fuerza,
hacían brotar del suelo pisoteado del rodeo un olorcillo acre, peculiar de
aquel recinto, en que, año tras año se habían recogido millares de cabezas de
ganado todos los días. La punta ya recogida, muy pronto permanecía inmóvil; los
animales doblaban la cabeza. El caballo del capataz y se impacientaba, ya
entraba en estado contemplativo, descansando alternativamente en una o en otra
pata trasera.
Los perros que habían quedado
con el capataz se estiraban cuan largos eran en la hierba. Por fin se oían a lo
lejos gritos indecisos, martilleo de galope y ladrar de perros, que iban
aumentando en claridad y precisión al acercarse. Luego un tronar sordo de
innúmeros cascos, y, poco a poco, del norte, del sur, del este y del
oeste, llegaban grandes puntas de ganado, a carrera tendida. Detrás de ellas,
con los ponchos flotantes y blandiendo los cortos rebenques sobre sus cabezas,
corría el gauchaje, seguido de los perros. A medida que cada pinito llegaba al
rodeo, los jinetes contenían el galope de sus caballos cubiertos de espuma,
para que el ganado a su vez, anduviera más despacio, y no iniciara una desbandada
entre los animales ya recogidos.
Por fin llegaba la punta de la
ñata. o la del buey palomino, o aquella no del todo aquerenciada... “¡Jesús,
que punta, la trajimos a pura guasca!”. De esta suerte se reunían cuatro, cinco
o diez mil reses; los hombres que las habían traído de las lomas, de las
cuchillas y de las cañadas, de los espesos pajonales, de los montes y de los
rincones de los ríos, después de aflojar la cincha, cabalgaban lentamente
alrededor del ganado. para mantenerlo en su lugar, lo que llamaban atajar el
rodeo. Los perros permanecían echados, acezando con la lengua afuera, el sol
empezaba a picar y de vez en cuando, algún novillo, o alguna vaquillona ágil, o
hasta una pequeña punta de ganado, se salían, tratando de volverse a su
querencia o por puro miedo.
Dando un grito, el jinete más cercano
se precipitaba de un salto, fogoso, con la cabellera al viento, tratando de
pasar a los fugitivos y de cortarles la marcha... "Vuelta ternero",
"vuelta vaquilla", gritaban corriendo al lado de los animales escapado.
A eso de las cien varas —porque el ganado criollo corría como el relámpago—
él jinete se acercaba más al animal fugitivo y andando delante trataba de
devolverlo, oprimiéndolo con el ijar de su caballo. Si después de una caza
de tres o cuatrocientas varas, el animal se volvía hacia el rodeo, como generalmente
sucedía, el gaucho, después de uno o dos saltos, contenía el caballo, y a
galope se unía con sus compañeros.
Si se trataba de un toro arisco,
de alguna vaca muy ágil, y sucedía que después de empujarla de costado volvía
a emprender el camino, o si se paraba y embestía, el gaucho corría al lado
del animal, golpeándolo con el mango de su arreador. Si todo esto fallaba,
como postrer recurso, el gaucho emprendía carrera y golpeaba al animal de
costado con todo el pecho de su caballo, haciéndolo caer pesadamente al suelo.
Esto se llamaba dar una pechada, y al ser repetido, bastaba para dominar a
los animales más reacios, aunque a veces era preciso enlazarlos y traerlos
arrastrando; si después de esto volvían a salirse, los gauchos los enlazaban,
los echaban por tierra, y les sacaban un pedazo de piel encima de los dos
ojos, de modo que al caer se los cubriera, cegando de esta suerte al animal,
e impidiendo toda fuga. Tales eran las amenidades de la escena.
Así, después de cosa de media hora
de cabalgar alrededor del rodeo, que en un principio había sido una masa caleidoscópica
y mugiente, erizada de cuernos por lo alto, y estremecida de cascos por lo
bajo, esmaltada de ojos chispeantes, con innumerables colas sacudidas a manera
de látigos, como serpientes, una mezcla de todos los colores, negro, blanco,
pardo, castaño, crema, rojo, en intrincada maraña, resultaba una masa apreciable en que podían reconocerse las distintas puntas
de ganado, señaladas cada una de ellas por algún animal saliente, ya por el
color, ya por la forma. Tanto el capataz como sus gauchos, las conocían tan
bien como conocen los marinos las varias clases de barcos, y en un instante,
de un solo golpe de vista, sabían qué animal estaba gordo, o si tan sólo daría
carne blanca, según el modo de decir de los conocedores, o si el estado general
del ganado era bueno o era malo, y todo esto tratándose de un rodeo de cinco
mil animales.
Sus ojos escudriñadores veían con
solo mirar, si alguna res se había herido, y si le habían entrado gusanos
en la parte enferma. El toro o la vaca así afectados, eran enlazados, echados
por tierra, se les lavaba la herida con sal y agua, y se les dejaba levantarse.
Inútil agregar que esta operación no contribuía a la mansedumbre; en algunas
ocasiones, para evitarse trabajo, los gauchos los enlazaban de las astas y
de las patas desde a caballo en distintas direcciones, para mantenerlas tensas,
sino que se contentaban con enlazar la res, derribándola y poniéndole una
mano delantera, por debajo, por entre las patas; en tal caso, el individuo
que tenía en la mano el cuerno de vaca con el remedio, podía verse en situación
muy apurada. Si no tenía un caballo fácil de montar, el animal enfurecido,
al levantarse, lo perseguía con tal prisa que él tenía que agacharse y pasar
debajo de su caballo para montar del otro lado. Si por mala suerte suya el
caballo se le escapaba, para salvarlo se precipitaban dos gauchos, rápidos
como el viento, blandiendo sus arreadores de mango de hierro en lo alto como
mayales, prontos a golpear con ellos el lomo del toro, que encajonaban entre
sus dos caballos, apretándose con él a todo galopar, y en tanto que pasaban,
retumbando como un trueno en la llanura, hombres, caballos y el toro que huía,
todos confundidos, el gaucho que había estado en peligro saltaba detrás del
jinete que le quedaba más cerca, precisamente como una borrilla de cardo llevada
por el viento, que se detiene un instante sobre la ceja de una alta colina,
llega al borde y desaparece.
Después de una o dos horas, si
no sobrevenía percance alguno, los paradores se separaban del rodeo a galope
y charlando sobre el precio del ganado en los saladeros, las carreras del
domingo próximo en esta o en aquella pulpería, ya en "La Flor de Mayo",
en "La Rosa del Sur", o en la esquina de los "Pobres Diablos".
El ganado recogido en el rodeo, al sentirse solo y libre, se desintegraba
lentamente, como se escurre una muchedumbre humana después de un mitin en
Hyde Park, volviendo las diversas puntas a sus lugares favoritos.
Sitio
realizado porTradiciongaucha.com.ar
- 2000
|