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NUESTRAS TRADICIONES
FAENAS CAMPERAS

 

UN SALADERO (1828-1832)

ALCIDES D'ORBIGNY

 

Desde el amanecer, los peones se distribuyen el trabajo: unos montan a caballo con el lazo, entran en el corral, enlazan, cada uno un animal por los cuernos, lo obligan a salir, mientras los otros, a fuerza de golpes, los hacen avanzar hasta el sitio de la ejecución, frente al tinglado. Apenas llega el peón que arrea los animales, sin descender del caballo, de una cuchillada diestramente aplicada le corta los garretes posteriores, a fin de impedirles caminar; luego, otros derribándolo le dan un golpe en el pescuezo para desangrarlo, o más todavía si están apurados, le hunden, lo que exige una gran habilidad, la punta de un gran cuchillo detrás de la nuca, de manera de llegar a la médula espinal, y desde ese momento la pobre bestia queda sin movimiento y como muerta, hasta que llega el instante de terminar con ella.  Mientras los hombres de a caballo siguen enlazando y matando, otros peones se dedican a desollar y carnear; pero, tan pronto como se ha matado un número suficiente de animales para el día, lo que tiene lugar, a veces, a las ocho o nueve de la mañana, con un promedio de ochenta a ciento diez animales por día, dos peones se aplican a cada bestia. De una cuchillada le abren la piel a todo el largo del vientre, desde la cabeza hasta la cola, y las patas del lado de adentro, desde el codo hasta el punto de unión de la línea del medio, les cortan los pies, que arrojan; desuellan el animal y, sobre la misma piel, comienzan a carnearlo. Los cuatro cuartos son sacados con una asombrosa destreza y transportados al tinglado, donde son colgados en ganchos destina dos a recibirlos; luego, los mismos hombres arrancan toda la carne de los huesos en cuatro o cinco jirones, pero con una destreza y rapidez difíciles de creer; uno saca, en un solo pedazo, la de las nalgas; otro la de la columna vertebral, igualmente en grandes trozos, conducidos al tinglado y después arrojados en un montón sobre los cueros. Extraen la masa de los intestinos, que los niños se ocupan de desgrasar, antes de ponerlos aparte.

Una vez que todos los animales muertos son así carneados, los peones llevan los cueros al tinglado y sacan la carne de arriba de los cuartos, siempre con la misma destreza, arrojando, a medida que lo hacen, las carnes de un lado sobre los cueros y los huesos del otro. Cuando todo termina, comienza una nueva operación, a la que todos se entregan juntos: recibir por separado cada trozo para partirlo, si es demasiado grande, para sacarle el excedente de grasa y arrojarlo en un montón. Una vez terminada dicha operación, se extienden los cueros en tierra y se los cubre con una gruesa capa de sal; después se extiende con cuidado una cama de trozos de carne, y alternativamente una capa de sal y otra de carne, hasta formar una elevada pila cuadrada, a la que no se toca durante diez o quince días, para que las carnes se saturen bien de sal. Transcurrido ese tiempo, se expone diariamente la carne al aire, sobre las cuerdas, hasta que quede seca del todo, lo que la hace menos pesada y más fácil de transportar.

El europeo que contempla la explotación de un saladero –afirma- no puede dejar de impresionarse por la destreza y la ferocidad de los peones, así como por la habilidad con que esquivan las cornadas de los toros, furiosos al ser enlazados, que se debaten con fuerza extraordinaria, cuando se acerca a sus hermanos ya muertos en el lugar, saltando, coceando y haciendo correr al jinete, a cada instante un verdadero peligro. El espectáculo de un saladero es de lo más triste. Por la noche los mugidos de los animales encerrados en el corral sin alimento, a veces desde dos o tres días antes; de día, los berridos lastimosos de los animales mutilados o que expiran bajo el hierro de sus verdugos, expresión de rabia de los que tratan en vano de sustraerse a la muerte; y los gritos de los peones, que se oyen desde lejos. ¡Y qué espectáculo si nos acercamos! Ocho a diez hombres repugnantes de sangre, el cuchillo en la mano, degollando o desollando o carneando a los animales muertos o moribundos; sesenta a cien cadáveres sangrantes tendidos en algunos centenares de pasos de superficie. Allí, un toro que expira; aquí un cuerpo aún intacto, pero inanimado, el esqueleto descarnado, los pedazos de carne dispersos; y todo eso en medio de los estallidos de risa de los peones y de los gritos de los pájaros de presa atraídos por los despojos y volando encima de ellos, aguardando su turno o disputando a los perros las partes que les abandonan.

 

UN SALADERO (1850)

XAVIER MARMIER

 

Tuve ocasión de visitar detenidamente el saladero de Cambaceres, el mayor y más completo de los existentes hasta hoy. Las escenas que allí se ofrecen no son muy alegres, ni agradables al olfato, pero sí muy curiosas de observar. Trataré de describirlas en todo su proceso. Hacia un lado de un terreno muy grande, ocupado por los secadores, por las máquinas a vapor y los depósitos, se encuentra el corral para los animales vacunos destinados al holocausto.

Un hombre, de pie sobre una plataforma, arroja el lazo sobre uno de esos animales. El lazo corre sobre una roldana y va unido a otra cuerda, a la que están atados dos caballos montados. A un grito del enlazador, los jinetes, que se han aproximado, espolean sus caballos tirando del lazo y obligan así al novillo que se resiste, a llegar y tropezar en un poste donde el degollador le hunde un cuchillo entre las astas. El animal muere con la primera cuchillada y entonces la plataforma de madera en que ha caído, se separa rodando sobre unos rieles hasta otra especie de estrado, donde otro peón, con su lazo hace caer la res sacrificada. En este último lugar, dos hombres -brazos y piernas desnudos y el cuchillo en la mano- la descuartizan en pocos momentos. La zorra vuelve a su sitio para recibir una nueva víctima y la matanza continúa con espantosa rapidez. Desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, son degollados y despedazados de esta manera, de trescientos a cuatrocientos novillos.

Hay en este establecimiento unos trescientos peones, divididos en diferentes grupos, según la tarea particular de cada uno. Mientras funciona el lazo, mientras el desangrador degüella, los carniceros -las piernas desnudas entre la sangre, hasta la rodilla- sacan el cuero y cortan la cabeza, y otros transportan la res sobre los rieles hasta unas mesas donde separan la carne del costillar para hacer el tasajo. Después, toda la carne es sometida a diversas preparaciones. Primero, ponen el tasajo entre la sal, más tarde lo colocan en los secaderos. En cuanto a los cueros, amontonados primero en salmuera, son extendidos después al aire libre. A los cuernos se les despoja de su envoltura escamosa y el resto va a las máquinas a vapor que les extraen la sustancia. El sebo se saca de las partes más gordas del animal; el aceite de quinqué, de las patas; el residuo de todo esto se vende como abono; los restos (tiras) de cuero sirven para hacer cola de pegar y todo se utiliza, hasta la más mínima partícula. Se trata de la más completa utilización del animal por la mano del hombre.

 

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