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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina
NUESTRAS TRADICIONES
FAENAS CAMPERAS

 

ESCENAS EN EL MATADERO (1862-1863)

THOMAS J. HUTCHINSON

 

Habiendo salido de la ciudad a las seis de la mañana, con la atmósfera más fría que he sentido jamás, pasamos por un matadero, donde se mataban vacas y novillos para los mercados, y nos detuvimos para ver el modo cómo lo hacían. Una bandada de aves carnívoras revoloteaban en aquel paraje, y graznaban, sin duda con satisfacción, ante el banquete de achuras que tenían en perspectiva.

Había tres corrales en línea, conteniendo cada uno una cantidad de animales, mientras afuera había media docena de carros carniceros en cuyos ganchos se colgaban las reses, según iban cortándose. Hombres a caballo galopaban dentro y fuera tirando, de cuando en cuando, un lazo sobre los cuernos de un asustado animal, cuyo lastimoso gemido, porque todos ellos braman, parece procediera de la certidumbre de la horrible muerte que les espera. ¡Qué cosa extraña! ¡El caballo de un gaucho siempre que se mueve es para galopar! Su corcel galopa todavía cuando arrastra al pobre bruto, que apenas ha pasado la puerta del corral, cuando recibe un tajo en los garrones, dado por el cuchillo de un carnicero que está allí, para eso, y que, perfectamente contraído a su ocupación, así que la bestia es arrastrada, y desgarretada, va tras ella hasta que, en un lugar conveniente, le entierra su puñal hasta el puño en el pescuezo. Salta la sangre, y el animal se hace furioso en su desesperación por libertarse, esperanza que pierde a cada momento, debido a la triple influencia del lazo, las garras cortadas y la pérdida de sangre. Una escena igual tiene lugar en cada corral.

Una cantidad de hombres está ocupado en desollar, descuartizar. cortar y colocar las reses en los carros, que están allí, mientras los carniceros, carreros y gauchos, se están riendo, y contándose cuentos graciosos, sin demostrar más sentimientos por el animal que están matando, que el que demuestran los perros que se revuelcan en los charcos de sangre que abunda...

Hicimos una milla más de camino y, después de pasar el puente de Barracas, llegamos al punto del distrito de los Saladeros a donde íbamos. A pesar de estar la mañana tan fría, sentí un soplo de olor peculiar, como jamás había sentido antes.

Según me dijo mi compañero de viaje, este olor provenía de la putrefacción de la sangre de miles de animales vacunos, que se conservaba estancada en multitud de pozos. Una bandera argentina colocada sobre la oficina del Saladero a que nos dirigíamos, nos indicó el lugar de nuestro destino. Dejando el carruaje, caminamos a través del portón, pasando por una palizada de algunos cientos de varas, hecha con el objeto de secar la carne —por delante de montones de cueros de vaca, arreglados en cuadros como para base de pilas de carne seca, por pequeños montones de pezuñas, huesos y colas— y llegamos al matadero, donde, bajo un galpón, en medio de una cantidad de hombres y muchachos, casi desnudos y todos salpicados de sangre, vi el trabajo, que estaba en todo su vigor.

Una docena o más de personas, armadas de cuchillos, estaban desparramadas cerca de vacas y novillos medio desollados; algunos de los cuales, decapitados ya, pateaban vigorosamente, mientras la sangre corría por todas partes. Un largo galpón de las operaciones, como de cien varas de extensión, todo techado menos el pequeño corral que tiene al fin, un aparato sobre ruedas para levantar las reses del corral y colocarlas en el suelo de una ramada abierta a los lados donde los desolladores, desangradores y descuartizadores están en obra; un galpón un poco más adelante, rodeado de pared, y en el cual la carne cortada está colgada en ganchos, esperando el procedimiento para sacarla a una prolongación de este último galpón donde cuatro hombres cortaban diestramente la carne en pedazos anchos y delgados, los que primeramente se sumergen en salmuera, y después se colocan encima de mantas puestas ya en el suelo, con gruesas capas de sal en medio —tal fue la escena que se presentó a nuestros ojos—.

En el corral, parado sobre una plataforma formada por una simple tabla, colocada como a cuatro pies de altura, un caucho capataz arroja su lazo en medio de un grupo de animales. Sin errar jamás su tiro, aprisiona dos a la vez con una sola laxada en los cuernos. El otro extremo del lazo que sirve para la operación, se afirma en un poste de madera, estirado por dos caballos por medio de un aparejo con roldanas. Una vez enlazados los animales, son arrastrados por los caballos a un callejón en línea recta del corral al galpón, y exactamente bajo la plataforma, donde el caucho está con un cuchillo en la mano, y en menos tiempo del que he empleado para describirlo, sepulta el cuchillo en la nuca de cada animal capturado. Entonces caen súbitos. Y una tranca, que hasta entonces ha permanecido cerrada, es abierta por un muchacho, y los caballos arrastran los animales hasta el primer galpón, por medio del aparato de ruedas (zorra) en que están colocados, y allí son, en un momento tumbados, desangrados, desollados, decapitados, cortados y despedazados.

Por entre la densidad de cuchillos, observé que algunos de los animales pateaban, mientras sus cabezas estaban colocadas en carretillas de manos. La carne se separa de los huesos, palpitando todavía en la sangre y vapor, y se manda en carretillas a la próxima pieza, donde se cuelga por algunos minutos. El cuero se lleva a la pileta inmediata. Las lenguas. pezuñas, huesos, colas, orejas e intestinos se envían a sus respectivos destinos; y aún el estiércol se guarda para venderse para mezcla en la fabricación del ladrillo.

Cinco minutos después que el animal ha sido muerto, su carne está salada, su cuero lo están envenenando, el desecho de sus huesos y la grasa de las entrañas están hirviendo para extraer de ellos el aceite; y el trabajo prosigue durante todo el día con la misma rapidez y regularidad de una máquina. Tal es la perfección a que han llegado estos trabajos, que algunas veces se matan, y se sala la carne, hasta de mil animales por día.

La carne, después de salada, se deja por espacio de 24 horas en un montón, en seguida se da vuelta y se sala, después de lo cual la salan y dan vuelta dos veces más, con intervalos de cinco días, de donde sale para ser colgada en palizadas para que se seque a la intemperie.

En todas estas operaciones, la sal de Cádiz se usa invariablemente, pues los saladeristas la encuentran menos soluble, y por, consecuencia, más económica, que la que viene de Liverpool.

Sin embargo, en materia de saladeros, puedo decir que, habiendo visto en Córdoba la misma manera de matar que acabo de describir, se me dijo que en tiempos anteriores había allí la costumbre de desollar la cabeza y el cogote de la vaca o novillo, mientras el animal estaba vivo, con el objeto de sacar el cuero entero. Pero esta operación ponía tan sensible el sistema nervioso, que muy frecuentes veces ha sucedido que no desangraban cuando se les degollaba, y la carne, como era natural, se perdía. Esta costumbre ha sido, felizmente, abolida por un decreto del Gobierno Provincial.

 

REGLAMENTO PARA LOS MATADEROS (1864)

ANÓNIMO

 

Artículo 1°. La matanza de la mañana empezará en todo el tiempo al salir el sol, y terminará en verano a las siete de ella, y en invierno a las nueve y media. La de la tarde empezará, en verano a las cuatro y terminará a las seis, y en invierno comenzará a la una terminando a las tres. La carneada o beneficio de las reses durará tres horas, después de concluida la matanza; el Comisario permitirá una hora más a los que maten de quince reses arriba; pasado este tiempo no permitirá en la playa una sola res, ni un carro.

Artículo 2º. Ningún abastecedor podrá abrir la puerta de sus corrales ni permitirá entrar en ellos a nadie antes de tocar la campana, salvo el caso de tener que pasar una punta a otro corral, lo que le será permitido a cualquier hora, pero sólo con los hombres necesarios y a puerta cerrada (como también apartar) ; terminado esto, mandará salir a todos, cerrará las puertas y esperará el toque de campana.

Artículo 3º. Al toque de campana se abrirán todas las puertas, el abastecedor dirá el precio y. cada uno podrá enlazar a su elección, saliendo enseguida con la res; si alguno quedase con animal enlazado y esperando baja, el abastecedor puede obligarlo a salir al precio ya fijado, lo mismo a los que quedasen atajando animales, pues unos y otros entorpecen y perjudican la matanza.

Artículo 4º. El que desbarrete o haga desbarretar (sic) animal que no esté enlazado, será penado con multa que variará según el caso hasta 500 pesos moneda corriente, y obligado a llevar el animal al precio que estuviese. Es prohibido señalar con tajos en la cola u otra parte del animal.

Artículo 5º. Los lazos no tendrán más que diez varas de largo; si alguno excediese, el Comisario hará cortar en su presencia lo que sobrase. Los enlazadores de fuera, podrán llevar largo.

Artículo 6º. Queda prohibido beneficiar reses para el abasto de la ciudad fuera de la playa de los corrales. En las chancherías inmediatas, sólo se permitirá matar terneros para beneficiar en las mismas.

Artículo 7º. No se permitirá matar el Viernes Santo. El Sábado se permitirá a las horas establecidas para todos los días.

Artículo 8°. Es prohibido vender carne de animales muertos de enfermedad, dentro o fuera de los corrales. Los que lo intentasen, tanto el vendedor como el comprador de la res, serán multados a 500 pesos moneda corriente cada uno.

Artículo 9º. Todos los carros se colocarán en dos filas de Este a Oeste, a lo largo de la playa, el pértigo para afuera, dejando entre las dos filas un intervalo de diez varas.

Articulo 10º. No podrá sacarse tropa alguna para saladero, pastoreo u otro destino, hasta no haber tocado la campana para terminar la matanza.

Artículo 11º. La puerta que mira al Norte, la del Este y la del Oeste serán para la entrada y salida de los carros.

Artículo 12°. Estando la playa ocupada con reses durante las horas de la matanza y carneada, no se permitirá entrar tropa alguna. Los encierros empezarán a la hora que termine la carneada (la que indicará otro toque de campana). Sólo en caso de no haber ninguna hacienda en los corrales, se permitirá encerrar y matar a cualquier hora.

Artículo 13º. Cuando no hubiese habido en la matanza el número de reses necesarias para el consumo, se permitirá matar en la tarde la que hubiese entrado.

Artículo 14º. Desde la hora en que termina la matanza y al mismo tiempo que empieza la carneada, empezará la limpieza de la playa, debiendo quedar concluida dos horas después de concluida la carneada. Los que hacen la limpieza no podrán dejar montones de un día para el otro, y están obligados a levantar todos los residuos por pequeños que sean.

Artículo 15º. Los que sacan el sebo o mucanga que queda en las tripas, lo harán antes de la hora en que termina la limpieza; de lo contrario los cardadores las llevarán con sebo y todo, no admitiéndose reclamo alguno.

Artículo 16º. Por ningún motivo, en ningún tiempo y a ninguna hora, se permitirán cerdos en la playa, so pena de ser su dueño multado en cien pesos por cada animal, dando cuenta el Comisario al Secretario de la Municipalidad con expresión del nombre del infractor.

Artículo 17º. Todo comprador de reses devolverá el cuero, entregándolo en la puerta del corral, doblado con el pelo para afuera. En la playa entregará o dejará las menudencias, a saber: cabeza, patas, cola, hígado, bofes, tripas, etc., que no le pertenecen, como también los cueros del ternero nonato.

Artículo 18º. El que entregue un cuero cortado o rayado, siendo rechazado por el comprador de cueros, pagará su desmérito a juicio del Comisario.

Artículo 19º. Los apartes serán costeados por el comprador, siendo de cuenta del vendedor hacer atajar la puerta del tras corral en que se deposita; después de contado queda todo de cuenta y responsabilidad del comprador.

Artículo 20º. El Comisario está facultado para entender y resolver en toda demanda proveniente de las faltas de policía de matadero, como también para despedir de la playa al peón que se le justifique cualquier desorden.

Artículo 21º. Permanecerán constantemente durante la noche en la casilla del Juzgado dos hombres armados para la vigilancia del ganado encerrado, debiendo dar parte al día siguiente de las ocurrencias de la noche. Durante el día estarán en la playa los cuatro vigilantes, para imponer el orden; ni podrán retirarse hasta concluida la faena, debiendo quedar dos en el resto del día.

Artículo 22°. El Comisario dará cuenta a la Comisión de Higiene de toda multa que llegase a imponer, expresando el nombre del individuo, la cantidad y motivo de la multa.

Artículo 23°. Cuando se formase pantano en un corral, el Comisario obligará al dueño a componerlo en cuanto fuese posible, designando fuera de la playa el paraje donde ha de llevarse el barro que fuese preciso sacar.

Artículo 24º. Queda prohibido en el beneficio de las reses el lavar la carne con orines o jugo de los intestinos, y sólo se hará con agua limpia, so pena de ser multado en 100 pesos moneda corriente.

 

MATADEROS (1819)

EMERIC ESSEX VIDAL

 

Existen en Buenos Aires cuatro Mataderos o carnicerías Públicas, una en cada extremo y dos en el centro de la ciudad.

Para un extranjero, nada es tan repugnante como la forma en que provee de carne a estos mataderos. Aquí se matan los animales en un terreno descubierto, ya esté seco o mojado, en verano cubierto de polvo, en invierno de barro. Cada matadero tiene varios cordiales que pertenecen a los diferentes carniceros. A éstos son conducidos desde la campiña los animales, después de lo cual se les permite salir uno a uno, enlazándoles cuando aparecen, atándolos y arrojándolos a tierra donde se les corta el cuello. De esta manera los carniceros matan todas las reses que precisan, dejándolas en tierra hasta que todas están muertas y empezando después a desollarllas. Una vez terminada esta operación, cortan la carne sobre los mismos cueros, que es lo único que la protege de la tierra y del barro, no en cuartos, como es costumbre entre nosotros, sino con un hacha, en secciones longitudinales que cruzan las costillas a ambos lados del espinazo, dividiendo así la res en tres pedazos largos que son colgados en los carros y transportados, expuestos a la suciedad y el polvo, a las carnicerías que sé hallan dentro de la Plaza.

Los restos se dejan desparramados sobre el suelo, y como cada matadero es atravesado por una carreta, esto significa una molestia intolerable, especialmente en verano, si no fuera por las bandadas de aves de rapiña que lo devoran todo, y dejan los huesos que quedan completamente limpios, en menos de una hora, después de la partida de los carros. Algunos cerdos afortunados comparten con los pájaros lo que queda en tierra, y cerca de los mataderos existen crías de cerdos que se alimentan exclusivamente de las cabezas e hígados de las reses muertas.

 

El MATADERO (1825)

FRANCISCO BOND HEAD

 

Durante mi breve estada en Buenos Aires, vivía en una casa de las afueras, situada frente al cementerio inglés y muy cerca del matadero. Este lugar era de cuatro o cinco acres, y completamente desplayado; en un extremo había un gran corral de palo a pique, dividido en muchos bretes cada uno; con su tranquera correspondiente. Los bretes estaban siempre llenos de ganado para la matanza. Varias veces tuve ocasión de cabalgar por esas playas, y era curioso ver sus diferentes aspectos. Si pasaba de día o de tarde no se veía ser humano; el ganado con el barro al garrón y sin nada que comer, estaba parado al sol, en ocasiones mugiéndose o más bien bramándose. Todo el suelo estaba cubierto de grandes gaviotas blancas, algunas picoteando, famélicas, los manchones de sangre que rodeaban, mientras otras se paraban en la punta de los dedos y aleteaban a guisa de aperitivo. Cada manchón señalaba el sitio donde algún novillo había muerto; era todo lo que restaba de su historia, y los lechones y gaviotas los consumían rápidamente.  Por la mañana temprano no se veía sangre; numerosos caballos con lazos atados al recado estaban parados en grupos, al parecer dormidos; los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo, junto a los postes de] corral, y fumaban cigarros; mientras el ganado, sin metáfora, esperaba que sonase la última hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían, y en muy pocos segundos se producía una escena de confusión aparente, imposible de describir. Cada uno traía un novillo chúcaro en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de los caballos y otros atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados, mientras en ocasiones alguno cortaba el lazo. A menudo el caballo rodaba y caía sobre el jinete y el novillo intentaba recobrar su libertad, hasta que jinetes en toda la furia lo pialaban y volteaban de manera que, al parecer, podía quebrar todos los huesos del cuerpo.

 

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