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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
NUESTRAS
TRADICIONES FAENAS CAMPERAS |
LAS
MARCAS (1819-1824)
JOHN MIERS
Las historias relatadas acerca de las inmensas manadas de ganado salvaje que vagan por estas llanuras son completamente inexactas; no existe, en ninguna provincia, ganado sin dueño y, en consecuencia, ninguno al que se le pueda llamar salvaje.
Hay ganado salvaje al sur
del Plata, en donde los españoles carecen de jurisdicción, entre los indios que
todavía mantienen todas sus cosas en común y para quienes el ganado, los
caballos y los venados, son animales de caza destinados a la subsistencia.
En las estancias se
conoce muy bien el ganado que pertenece a cada uno; está a cargo de los
vaqueros llamados domadores, pero con frecuencia bajo la vigilancia de los
mismos dueños. Todos los animales están marcados y se los vigila regularmente
para que no se alejen más allá de determinados límites. Los domadores conocen
cada animal individualmente y su obligación es andar a caballo todo el santo
día, cuidando que ninguno pase aquellos límites. Tienen la obligación de arrear
todas las noches el ganado y llevarlo a los corrales construidos con ese fin.
Cada propietario de Estancia tiene una marca particular, que estampan a fuego
sobre el cuero del animal. Se trata, generalmente, de una inicial o signo
rústico, de unas seis pulgadas de largo. Los caballos son marcados en la misma
forma. Cuando algún animal cambia de
dueño el vendedor añade otra de sus marcas, duplicándola: a esto se llama
contrayerro y significa que no hay más derecho a reclamos sobre la bestia. El comprador fija, entonces, su marca para
establecer su propiedad. Estas marcas son indispensables en un país que carece
de cercos y donde es frecuente que el ganado de diversos dueños se mezcle.
LA
HIERRA (1858-1861)
PABLO MANTEGAZZA
Estamos en invierno o al
principio de la primavera, y un rico estanciero nos ha invitado a su fiesta.
Desde los cuatro rumbos del horizonte herboso que de lejos limita nuestra
vista, avanzan grupos de gentes a caballo, o familias amontonadas en carros de
dos ruedas, lentamente arrastrados por dos bueyes; de todas partes llega un
retintín de espuelas, un relinchar de caballos, un murmullo de voces. La
señorita salta con ligereza de la grupa en donde sosteníase apretada al lado
del padre o de un amigo; los jóvenes picando sus cabalgaduras, que parecen como
recién salidas de las carreras desenfrenadas de la salvaje libertad, se
ejercitan en juegos peligrosos, y hacen brillar al sol mil guarniciones de
plata. Mientras tanto, el dueño de casa
ha reunido desde el alba en el corral todo su ganado bovino, y por vez primera
contempláis, encerrados en estrecho recinto, centenares y millares de animales
cornudos, que así apretujados y excitados, parecen un mar de materia viva, que
se agita y alborota.
Un gaucho, montado en su
caballo y agitando en el aire con mucha elegancia el nudo abierto de su lazo,
hiende la onda de aquel océano bovino, y con vista que nunca yerra, distingue
al ternero que aún no está marcado, y arrojándole el asa del lazo lo aprisiona
y arrastra fuera de la empalizada. Apenas se ve libre en el campo, el animal
intenta escapar, y cuando demuestra que va a satisfacer su deseo, desde un
cerco vivo de gauchos, que están de pie en las puertas del corral, parte
silbando un torbellino de lazos, que antes que termine de contarlo, lo envuelve
y aprieta en una red inextricable, lo detiene en su carrera y lo ofrece,
tendido, al hierro del marcador, el que llega corriendo con la marca enrojecida
y estampa sobre uno de los flancos el testimonio de vasallaje, el signo que
protege de las pérdidas y de los robos al propietario. Desde este momento,
apenas se deshace la red que lo envuelve, el fresco buey puede correr de nuevo
a los pastos de la pampa, a los que vendrá después a buscarlo el hierro del
carnicero.
En un país en el que los
campos no están limitados por setos ni zanjas, la marca constituye la única
garantía de propiedad, y su dibujo se deposita en los archivos públicos. Cuando
se venden caballos y bueyes, el nuevo propietario estampa su marca, y el
antiguo dueño también de nuevo la suya, en señal de que acepta el contrato, por
lo que dos marcas de la misma forma se anulan. Muchas veces he visto caballos
que tenían el cuero como un mapa geográfico, marcado en los dos flancos y hasta
en el cuello. A las ovejas se las contramarca, con cortes de diversas formas,
en las orejas, y se multiplican los mismos cortes en las orejas y colas de los
bueyes, para evitar, lo mejor posible, las equivocaciones entre marcas
semejantes. Es extraño ver cómo el gaucho más grosero y menos inteligente, que
tal vez no conoce la o, por redonda, sabe distinguir perfectamente y a primera
vista cien marcas distintas entre rebaños de varios propietarios que se han
mezclado, lo mismo que traza el dibujo de todas en el suelo, aunque algunas
sean complicadísimas. Vaya esto como una de las mil pruebas de la influencia
del continuo ejercicio sobre el desarrollo del poliedro intelectual.
Una de las operaciones
que exigen mayor agilidad de músculos y más agudo golpe de vista es, sin duda,
la de echar el lazo a un animal que huye, aprovechando el instante rapidísimo
en que levanta del suelo una de sus patas anteriores, pasándolo por entre ésta
y el casco y derribando en un relámpago al prisionero. He visto practicar esta
operación, que se llama pialar, cien veces, y otras tantas la he admirado como
cosa prodigiosa. Los pialadores más hábiles apuestan que ceñirán con el nudo de
su lazo la pata derecha o izquierda de un caballo que huye a todo galope, o las
dos manos de un toro que corre mugiendo. Es así como un hombre solo puede
apoderarse, sin armas de fuego, del animal más salvaje de la pampa, degollar un
buey, detener un caballo que huye, estrangular un tigre.
Imposible imaginar ojos
más agudos y manos más seguras que la... del gaucho. Un amigo mío en viaje por
la campaña vio huir una familia de avestruces que, gracias a sus zancas,
fatigan a los caballos mis robustos. Espolear su caballo y desprender de su
silla las bolas fue cosa de un minuto. Cuando ya cerca del avestruz estaba por
arrojarle el arma, su caballo rodó, pero el argentino, enderezándose en pie y
corriendo siempre, hizo silbar por el aire su proyectil y alcanzó al avestruz.
Es habitual entre los qauchos permanecer de pie en las caídas del caballo, lo
que les resulta más fácil a causa de los estribos tan estrechos que usan y en los
que apenas entra la punta del pie.
Mientras los hombres
atienden la hierra, compitiendo en su habilidad en pialar, las señoritas se
atarean en los preparativos de la comida, en la que jamás deben faltar los
tradicionales pasteles (pastelitos de carne, pasa, tocino, etc.), sean de
hojaldre, repulgados o de bocado.
La fiesta termina con un
baile, que casi siempre se realiza al cencerro de dos o tres guitarras mal
afinadas. La danza más común es el pericón, pero también se bailan el cielito
en batalla, o de la bolsa, el gato, los aires.
El fandanguillo, de origen andaluz, se baila raras veces.
Los bailes nacionales
argentinos son graciosos, tranquilos, acompañados de mucha mímica, a menudo de
cumplimientos rimados relaciones que se dirigen unos a otros, y que alternan
con el castañeteo de los dedos v el martilleo de los talones
Entre un pericón y un
cielito, corren copiosas libaciones de vino y aguardiente, mientras que los más
sobrios chupan mate, y el poeta de la reunión improvisa cuentos o chistes
amorosos, que con voz nasal y melancólica, acompaña con la guitarra. Muchas
veces he admirado en aquellos improvisadores gran fantasía y espiritualidad,
pero mis oídos se han rebelado siempre contra aquella música horrorosa y que
es, sin embargo, la única armonía nacional del gaucho. El chiporroteo vivaz y
lascivo de las canciones andaluzas, se ha perdido completamente en las campañas
argentinas, y la pampa solitaria y las costumbres de la vida salvaje e
independiente, han creado una música triste, monótona, lúgubre, en las que a
veces mal se asocia la lascivia con el estoicismo apático de las razas indias.
La riqueza del estanciero
que nos ha invitado a su hierra, se mide por la duración de su fiesta, que
puede prolongarse tanto un día, como una semana.
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