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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
NUESTRAS
TRADICIONES FAENAS CAMPERAS |
LA
DOMA (1768)
JOSÉ MANUEL PERAMÁS
Causa mucho gusto ver
domar un potro: no se valen para ello de los ardides Y trazas de nuestros
picadores, y lo consiguen con perfección.
Suben en ellos sobre una silla que tienen para esto, le sujetan con unas
riendas y uno va a caballo a su lado por lo que se puede ofrecer. Bien puede el
potro corcobear, brincar y enfurecerse, que no despedirá de su silla al jinete;
porque en esto son diestrísimos; y cuando el potro con la furia que lleva
corriendo se tira a tierra, no hay que tener lástima al jinete, porque éste
siempre en semejantes ocasiones queda en pie. Esto sólo el que lo ve puede
admirar la suma destreza de estos hombres. Las sillas, recados o lomillos, como
ellos dicen, no son ni tan blandas ni tan airosas como en España; sobre ellas
ponen unos pellones en unas como colchitas de poco más de una vara y algo más
de largo, bien cargadas de lanas de varios colores; otras sillas hay que debajo
de estas colchitas tienen sus cojinillos; pero esto es sólo de los caballeros,
no de los peones: éstos usan de unos estribos bien raros, pues son de madera y
tan estrechos los agujeros que no caben más que los dedos pulgares, y de la
fuerza que hacen, por lo regular los tienen descoyuntados.
LA
DOMA (1815)
JUAN PARISH y GUILLERMO
P. ROBERTSON
...Después encontramos
una manada inmensa de caballos salvajes y el joven Candioti me dijo:
"Ahora, señor don Juan, he de mostrarle nuestro modo de domar
potros". Así diciendo, se dio orden de perseguir la manada; y otra vez los
jinetes gauchos partieron como relámpagos y Candioti y yo los acompañamos. La
manada se componía de más o menos dos mil caballos, relinchando y bufando, con
orejas paradas, cola flotante y crines al viento. Huyeron asustados desde el
momento que se apercibieron de que eran perseguidos. Los gauchos lanzaron su
grito acostumbrado; los perros quedaron rezagados, y no fue antes de seguirlos
a toda velocidad y sin interrupción en trayecto de cinco millas, que los dos
peones que iban adelante lanzaron sus bolas al caballo que cada uno había
cortado de la manada. Dos valientes
potros cayeron al suelo con horribles rodadas. La manada continuó su huida
desesperada abandonando a sus compañeros caídos. Sobre éstos se precipitó todo
el grupo de gauchos; fueron enlazados de las patas; un hombre sujetó la cabeza
de cada caballo y otro el cuarto trasero, mientras, con singular rapidez y
destreza, otros dos gauchos enriendaron y ensillaron a las caídas, trémulas y
casi frenéticas víctimas. Hecho esto, los dos hombres que habían boleado los
potros los montaron cuando todavía yacían en el suelo. En un momento se
aflojaron los lazos que los ligaban y al mismo tiempo una gritería de los
circunstantes asustó de tal modo a los potros, que se pararon en cuatro patas,
pero con gran sorpresa suya, cada uno con un jinete en el lomo, como remachado
al recado, y sujetándolo mediante el nunca antes soñado bocado. Los animales dieron una voltereta simultánea
sorprendente; se abalanzaron, manosearon y cocearon, luego salieron a todo
correr y, de vez en cuando, en medio de la furia, se sentaban con la cabeza
entre los remos tratando de arrojar al jinete. ¡Que esperanza! Inmóviles se
sentaron los dos tapes; se reían de los esfuerzos inútiles de los turbulentos y
furiosos animales para desmontarlos; y en menos de una hora desde que fueron
montados, era muy evidente quién iba a ser el vencedor. Por más que los caballos hicieron lo peor
que podían, los indios nunca perdieron la seguridad o la gracia en sostenerse;
hasta que, pasadas dos horas de los más violentos esfuerzos para librarse de su
peso, los caballos estaban tan cansados que, empapados en sudor, con los
flancos heridos de la espuela y agitados, y sus cabezas agachadas, se pararon
juntos cinco minutos, palpitantes y confundidos. Pero no hicieron un solo
esfuerzo para moverse. Entonces llegó
el turno del gaucho para ejercer su autoridad más positiva. Hasta aquí había estado puramente a la
defensiva.
Su objeto era solamente
aguantarse y cansar al caballo. Ahora necesitaba moverlo en una dirección dada.
El capricho, el zig-zag a menudo interrumpido, había guiado su corrida.
Tranquilos, los gauchos tomaban rumbo a un lugar determinado y los caballos
avanzaban hacia allí; hasta que al fin de tres horas mas o menos, los ya
dominados animales se movían en línea casi recta v en compañía de los otros
caballos, hacia el puesto a que nos dirigíamos. Cuando llegamos allí, los dos potros, que hacía muy poco tiempo
habían sido tan libres como el viento, fueron atados al palenque del corral,
esclavos del hombre dominador, y toda esperanza de emancipación había
desaparecido.
LA
DOMA (1833)
CARLOS DARWIN
Una tarde llegó un domador
con ánimo de ejercer su oficio en algunos potros. Describiré las diligencias
preparatorias de la operación porque creo que no han sido mencionadas por
otros viajeros. Meten en el corral,
que es un amplio cercado de estacas, una manada de potros sin domar, y cierran
la entrada. Supondremos que un hombre solo ha de coger y montar un caballo
enteramente extraño a silla y freno. A mi modo de ver sólo un gaucho es capaz
de realizar esta hazaña. El gaucho elige su potro ya perfectamente crecido,
y mientras el animal corre furioso alrededor de la cerca, le arroja el lazo
de modo que enganche las dos patas delanteras. Al punto, el caballo rueda
por tierra, dando una fuerte caída, y, en tanto que pugna por levantarse,
el gaucho, manteniendo prieto el lazo, forma con el resto de la correa un
círculo para enganchar una de las patas traseras, precisamente por debajo
del menudillo o cerneja, y tira hasta unir esta pata con las dos delanteras
y sujeta perfectamente las tres. Luego, sentándose en el cuello del caballo,
fija una brida fuerte sin bocado a la mandíbula inferior, lo que ejecuta pasando
una correa estrecha por los ojales del extremo de las riendas y dando varias
vueltas alrededor de la mandíbula y la lengua. Las dos patas delanteras se
traban ahora, bien juntas, con una correa fuerte, en la que se hace un. nudo
corredizo. Aflojado el lazo que sujeta las tres patas, el caballo se levanta
con dificultad. El gaucho, empuñada fuertemente la brida atada a la mandíbula
inferior, saca el caballo del corral. Si hay otro hombre que ayude (pues de
otro modo la operación cuesta más trabajo), tiene sujeto al animal por la
cabeza mientras el primero le pone los aparejos y la silla, cinchándolos juntos.
Durante esta operación, el caballo, con el terror y espanto de verse así atado
por medio del cuerpo, se echa a tierra y da incesantes revolcones, sin querer
levantarse hasta que se le obliga a palos. Al fin, cuando está ensillado, el pobre animal apenas puede respirar
de espanto, y está blando de espuma y sudor. El hombre se dispone ahora a
montar, oprimiendo pesadamente el estribo, de modo que el caballo no pierde
el equilibrio, y en el momento de echar la pierna sobre el lomo del animal
tira del nudo corredizo que sujeta las patas delanteras, y el caballo queda
libre. Algunos domadores quitan esa traba estando el animal derribado, y,
poniéndose sobre la silla, le permiten levantarse debajo de ellos. El caballo,
loco de terror, da algunos saltos violentísimos, y luego parte a todo galope;
cuando se ha fatigado hasta agotar sus fuerzas, el hombre, con paciencia,
lo trae de nuevo al corral, donde se lo suelta envuelto en un vaho de cálido
sudor y medio muerto. Cuando los potros
no quieren galopar y se obstinan en echarse en tierra, la doma es mucho más
penosa. El procedimiento descrito es terriblemente duro, pero a las dos o
tres pruebas el caballo queda domado. Sin embargo, hasta después de algunas
semanas, no se le monta con bocado de hierro y barboquejo sólido, porque tiene
que aprender a asociar la voluntad del jinete con la sensación de la rienda
antes de que el más poderoso freno pueda serle de algún servicio.
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