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TRADICIONES EL HOMBRE |
"GUASO"
Y HOMBRE DE CAMPO (1789)
ESPINOSA (en ALEJANDRO MALASPINA)
Un caballo, un lazo, unas
bolas, una carona, un lomillo, un pellón hecho de una pelleja de carnero, es
todo su ajuar de campo.
Una bota de medio pie,
unas espuelas de latón, de dos a tres libras de peso, que llaman nazarenas, un
calzoncillo con fleco, suelto, un calzón de tripe azul o colorado, abierto
hasta más arriba de medio muslo, que deje lucir el calzoncillo, de cuya cinta
está preso el cuchillo flamenco, un armador, una chaqueta, un sombrero redondo,
de ala muy corta y un poncho ordinario, es la gala del más galán de los
gauderios.
Su vida, siempre
monótona, se reduce a salir al campo, siempre a caballo, y correr de rancho en
rancho, sin cuidar jamás de su manutención propia, seguro de encontrarla en la
primera parte donde se apee, pues cualquiera recibe hospitalidad franca, sin el
empeño de tener siquiera que agradecerla, porque siempre están surtidos los
ranchos de charque, que es una carne secada al sol, y cortada en delgadas tiras,
que se asa en cuatro minutos, sin otro condimento que un poco de ají, ni otro
pan que el jugo de la gordura que produce el mismo charque, y éste es el
alimento que más usan.
No será superfluo exponer
el diálogo que acostumbran para presentarse el rancho más desconocido. Se ponen a caballo delante de la puerta de
él; le dice el amo: -Di-os lo guarde, aa-mi-go -pronunciado con mucha lentitud.
-Y a usted lo mis-mo.
-A-pe-esé si gusta.
-No hay para qué.
-Va-ya, no sea son-so.
-Valdréme de su fa-vor.
-Deje ahí el caballo,
nomás.
-Deo gra-cias. -Ahora va
entrando. -Ca-ba-llero, sien-te-sé, ahí nomás. -¿Habrá un fuegui-to?
-Alcán-celó por su vi-da,
que- ahí está a la vuelta.
Con estas palabras, que
se pueden tomar como formulario, se sientan a comer en una banqueta de la
figura de un asiento de zapatero, donde la hay, o sobre una calavera de
vaca. Se fija el asador en el suelo,
que es lo más común, y puesto en rueda, alrededor del asado, cada uno le tira
tajos a su salvo hasta que concluyen con él, sin otra bebida que el agua. Si es
verano se van detrás del rancho a la sombra y se tumban; si es invierno juegan
o cantan unas raras seguidillas, desentonadas, que llaman de cadena, o el
pericón, o malambo, acompañándose con una desacordada guitarrilla, que siempre
es un tripe. El talento de cantor es uno de los más seguros para ser bien
recibido en cualquier parte y tener comida y hospedaje.
Una hora antes de ponerse
el sol se despiden de esta suerte: -Que-de con Di-os, aa-mi-go.
-Vaya con Di-os.
Y se va a la primera llanura,
desensilla el caballo, lo monta en pelo y le da cinco o seis carreras, que a
esto llaman varearlo; vuelve a ensillarle y se va a otro rancho, donde le
brindan el mismo hospedaje.
Adereza su cama con el
pellón por colchón, el lomillo por cabecera y el poncho por manta y sábana. Si
en aquellos días ha carneado algunas reses y ha ganado por peonaje o robo de
cueros algunos reales, muda de estilo y rumbo; se va a emplearlos en
aguardiente en la más mediata pulpería, de donde no sale hasta haber acabado su
caudal.
Sus pasiones favoritas
son el juego, de cualquier especie que sea: carreras de caballos, corridas de
patos, naipes, bochas y mujeres.
La sencillez de estas
gentes trasciende en medio de sus pasiones y vicios, y es singular el modo con
que enamoran. Si ven a una china,
mulata, u otra mujer que les guste, pasan por junto a ella, y quitándose el
sombrero hacia atrás, por encima de la cabeza -por costumbre o por no espantar
al caballo: es de suponer que siempre andan a caballo-, le dicen: Qué linda habrá
sido; lo mismo que: Qué linda es. Y
ella sólo responde: oz; y tira adelante, y así repiten este manejo hasta que la
dama se para y le permite más claras explicaciones. No pocas veces paran estos
preludios en los desórdenes nocturnos que llaman gateos, ya por
condescendencia, y muchas veces por sorpresa y timidez natural en el bello
sexo.
Muchos de estos guasos o
gauderios libertinos pisotean el derecho de hospitalidad que tan francamente se
les dispensa. Como todos duermen en la
misma casa, pues la estrechez de las habitaciones no permite las separaciones
que pide el buen orden y la decencia, cuando todos duermen, salen a gatas, y
con el mayor silencio asaltan el lecho de las mujeres que apetecen, las que si
no están de acuerdo sufren la violencia de su honestidad por evitar unos
escándalos que también las violentan y exponen su crédito, y usan de la defensa
que permite la sorpresa y la confusión.
Reina no poco desorden en
las costumbres de la clase pobre de nuestras Américas, por lo de dormir juntas las
personas de ambos sexos en la misma habitación, y lo mismo sucederá en
cualquier otra parte que no se precaucione.
Muchas veces estos
ladrones de la honestidad son sentidos por su poca destreza, y aun las mismas
que están de acuerdo son las primeras que los arañan, y todos los burlan y los
denuestan.
Otras veces se ven
nuestros gauderios en compañía de cuatro o cinco de ellos, y se convidan a
comer una pierna de vaca o de novillo: lo enlazan, derriban y trincan de pies y
manos, y, casi vivo, le sacan toda la rabadilla, le hacen algunas sajaduras
hacia el lado de la carne, la asan a medias y la comen con sal, si por
casualidad la traen. Otras, matan una vaca para comer el matambre, que es la
carne entre las costillas y el pellejo. Otras, se les antojan caracuces, que
son las canillas y huesos que tienen médula: los sacan, los descarnan bien y
los ponen punta arriba sobre brasas, hasta que hierva dentro de la caña; y
entonces, sirviéndose de un palito, extraen y comen aquella sabrosa sustancia.
También estos carnívoros
sibaritas hacen de las vacas un asado que merece particular descripción: abren
la res por el vientre, le sacan los intestinos, entrañas, etc., juntan toda la
gordura en el centro de la cavidad, pegan fuego a aquellas materias grasas, y
se forma una gran luminaria: unen las canales de la res, y el fuego, encerrado,
respira por la boca y el orificio; al cabo de algunas horas se halla la carne
suficientemente asada, y estos hombres cortan de la parte que les place, y aun
llevan a sus casas y la sazonan con ají, que es su ordinario condimento.
En las casas de estas
gentes no se ven otros objetos que una cama, un fogón, asientos como banquillos
de zapateros o calaveras de vaca, charque, un cuarto de carne colgado, algún
mueble de cuero, los aderezos de caballo y apenas algún otro mueble.
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