www.TRADICIONGAUCHA.com.ar
El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
NUESTRAS
TRADICIONES EL HOMBRE |
GAUCHOS
O CHANGADORES (1729)
ANÓNIMO
(En Dos noticias sobre el estado de los campos de la Banda Oriental al finalizar el siglo XVIII, recogidos por Rogelio Brito Stifano.)
En cuatro clases de
personas se puede dividir la población que cubre nuestras Campañas; la de los
vecinos hacendados Dueños de Estancias; la de Jornaleros, trabajadores o peones
de campo, conocidos por Gauchos o Changadores; la de Indios de Misiones; y la
de Portugueses... Los gauchos son también de dos [clases]; o de meros
jornaleros que sirven a el que los alquila o de changadores, que viven del
contrabando y de robar ganado y hacen faenas por un precio... en que se
conciertan con el hacendado que los solicita. Y ambos viven sin domicilio
agregados a las estancias, o en el centro de la tierra persiguiendo ganado.
...Éste es el origen, la
vida y el ejercicio de los changadores, y los males que causan en aquellas
Provincias. El de los Peones se diferencia muy poco del de los Changadores. No
hay otra que la que dan a éstos los caporales de aquéllos; los unos emprenden
las faenas, y los otros las ejecutan en calidad de ayudantes. Los changadores
faenan para hacer comercio de los cueros con los Españoles, o con los
Portugueses y el Perú trabaja por su jornal.
...Era pues, consiguiente
a este abandono que corriendo por toda la tierra la fama de este tesoro
acudiesen gentes de muchas castas a esquilmar esta heredad a la cual tenía
derecho todo el que careciese de conciencia. Esta franqueza convidó a los
foragidos a tomar posesión de aquel tesoro escondido; y unidos en cuadrillas,
levantaron el gremio llamado de Changadores, de la palabra changar o carnear; y
usando cada uno de la licencia que alcanzaba por su mafia, todo el campo era un
palenque y todo el suelo una carnicería.
GAUDERIOS,
GAUCHOS Y CAMILUCHOS
MIGUEL LASTARRIA
No dejarán de asombrar
éstos a quien no se halla acostumbrado a verlos con la barba siempre crecida,
inmundos, descalzos y aun sin calzones o con el tapalotodo del poncho (adoptado
por algunos regimientos); por cuyas maneras, modos, y traje se tiene en
conocimiento de sus costumbres sin sensibilidad, y casi sin religión. Los
llaman gauchos, camiluchos o gauderios. Como les es muy fácil carnear, pues a
ninguno le falta caballo, bolas, lazo y cuchillo con que coger y matar una res,
o como cualquiera les da de comer de balde, satisfaciéndose con sólo la carne
asada, trabajan únicamente para adquirir tabaco que fuman, y el mate de la
yerba del Paraguay que beben por lo regular sin azúcar cuantas veces puedan al
día.
..Hay hacendados que
poseen más de cincuenta leguas; y que cuentan más de doscientos dependientes
sin oír el Santo Sacrificio de la misa; ni asistir al concurso de fiestas o
diversiones públicas; cuyo estado de barbaridad e independencia he descripto
distinguiéndolos con el nombre que les dan de gauderios, gauchos y camiluchos.
LOS
PRIMEROS GAUCHOS
VENTURA R. LYNCH
Aparecen en la escena en
1806, cuando la primera invasión inglesa...
Cairacteres. Este gaucho,
que puede decirse el descendiente de dos razas, la blanca y la cobriza, sentía
correr por sus venas la ardiente sangre de los andaluces y la belicosa de los
querandíes.
Les caracterizaba el
color tostado o blanco acobrado, la cara rapada a la usanza de la época y el
pelo largo y atado por detrás o trenzado a semejanza de los coyas.
Costumbres. Vestían los
gauchos de aquel tiempo una chaqueta corta larga muy poco más de la mitad de la
espina dorsal, con cuello y solapas, blanca camisa, corbata o pañuelo a guisa
de ella, chaleco muy abierto v prendido con dos botones casi sobre el esternón,
dejando ver los caprichosos buches de la camisa entre él y el ceñidor.
Un pantalón hasta la
rodilla, muy parecido al de los andaluces, con un entorchado a la altura del
bolsillo y abotonado con cuatro ojales, sobre la rodilla, destacaba un
calzoncillo de hilo o de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas.
Usaba botas de potro con
sus correspondientes espuelas, cuchillo o navaja de cinto, su largo poncho o
manteo que generalmente doblaba sobre el brazo y no abandonaba el rebenque,
objeto indispensable para los que están habituados a vivir sobre el caballo. Su
sombrero era muy parecido al de nuestros días, más alto, más cónico hacia la
punta y con el ala más corta y estrecha.
Como los actuales,
gastaba recao, bolas y lazo. Algunos
lucían sus ricos aperos y la mayor parte manejaba el alfajor (cuchillo de
grandes dimensiones) con destreza sin igual.
La música era la música
de nuestros días, corrupción entonces de aires andaluces, que hoy está
sumamente adulterada.
Cantaban la cifra, el
cielo, el fandango y el fandanguillo, composiciones todas más parecidas a la
jota, el bolero y otras muy vulgarizadas entonces y hoy en la Andalucía.
Ya el malambo comenzaba a servir de torneo
o palenque, en donde el paisano iba a disputar su gloria como danzante.
El mate introducido del
Paraguay, el churrasco y el cocido constituían los principales platos de, su
arte culinario.
Ya existían las yerras,
las boleadoras de avestruces y el salir a peludiar.
Aquella especie de gaucho
era un gaucho cuyo tipo no volverá a existir. Valiente, atrevido y generoso,
sacrificaba en aras de su lealtad hasta sus más sagradas afecciones.
Uno que otro malevo se
hacía sentir de tiempo y de trecho en trecho, pero su fama era bien pronto
quebrada por las virtudes cívicas y la lealtad a toda prueba de sus
contemporáneos. Este gaucho desaparece
de la escena en 1831.
LOS
GAUCHOS (1817)
GUILLERMO MILLER
Un forastero que entra en
una casa cualquiera está seguro de ser bien recibido y de que le traten como si
fuese uno de la familia. Se saludan cortésmente, pero ni le hacen ni debe
esperar que le hagan ninguna invitación. Los gauchos son generalmente de
bastante estatura y se hallan con frecuencia caras bonitas entre las mujeres;
los hombres son atrevidos, sociales y francos en sus maneras, tienen buen humor
y son obsequiosos, pero al mismo tiempo tan altivos, que si alguien les levanta
la mano, bien puede prepararse, porque en el acto sacan el cuchillo para vengar
la afrenta. Desde tiempo inmemorial han gozado los gauchos de un grado tal de
libertad individual, desconocido quizás en !os demás pueblos del mundo.
Esparcidos a largas distancias sobre llanuras inmensas, apenas percibían las
trabas de una magistratura local, y se oponían abiertamente a la autoridad del
virrey, siempre que intentaban coartarles su libertad. En un estado tan
atrasado de civilización, conservaban más rasgos nobles del carácter español en
el tiempo de la grandeza de la monarquía, que se encuentran en la madre patria
o en cualquier otro punto de sus antiguas colonias. Herederos de la sobriedad
de sus mayores, y teniendo en abundancia más de lo preciso para llenar sus
necesidades, pasan sus días en festiva holganza, o vagan por sus inmensos
campos en busca de ocupaciones o placeres. De esto resulta que la deshonestidad
es rara y los robos desconocidos. Es cierto que se han cometido robos y
asesinatos durante el período de las cuestiones civiles, pero perpetradores de
ellos eran desertores del ejército y pocas veces o nunca gauchos o naturales de
las pampas.
EL
GAUCHO (1817)
SAMUEL HAIGH
He mencionado a los
habitantes de la Pampa que se llaman gauchos. No existe ser más franco, libre e
independiente que el gaucho. Usa poncho (tejido por mujeres) que es del tamaño
y forma de una frazada pequeña, con una abertura en el centro para pasar la
cabeza; por consiguiente sirve para preservar del viento y la lluvia y deja los
brazos en completa libertad. El poncho,
en su origen, es prenda india; se hace generalmente de lana y es bellamente
entretejido con colores; a veces se usa colgando de los hombros, otras como
chiripá, liado, y siempre como frazada para la noche. La chaqueta del gaucho es
de paño ordinario, bayeta o pana; los calzones, abiertos en las rodillas, son
de la misma tela; la parte delantera de la chaqueta y los calzones a la altura
de las rodillas, generalmente se adornan con profusión de botoncitos de plata o
filigrana. Sus espuelas son de plata o hierro, sobre botas de potro, con
enormes rodajas y agudas puntas; sombrero pajizo y pañuelo de algodón atado
alrededor de la cara, completan el traje.
Su montura es simple
armazón de madera retobado con cuero y se llama recado; tiene forma de silla
militar y se cubre con pellones y piel de carnero teñida; no se estilan
hebillas para asegurar la montura, siendo la cincha, de delgadas tiras de
cuero, adherida a una argolla de hierro o madera que se une, mediante un
correón, a otra argolla más chica cosida en la silla. El estribo es de madera o plata, el primero es solamente bastante
grande para dar cabida al dedo grande del pie, pero la mejor gente siempre usa
el segundo (el estribo de plata) que es mayor. El freno es como el de los
mamelucos, con barbada de hierro, duro y áspero.
La montura es la cama del
gaucho, y así se asegura alojamiento dondequiera que lo tome la noche. Siempre
lleva lazo y boleadoras, que arroja con admirable precisión al pescuezo o a las
patas de un animal, y al instante lo detiene. De este modo la gama y el
avestruz (más veloces que los caballos) son generalmente cazados. Algunas veces
la fuerza de las bolas quiebra las patas de la víctima. Un gran cuchillo de
catorce pulgadas de largo, atravesado al tirador o en la bota, completa el
equipo gauchesco. Y así, sencillamente armado y montado en su buen caballo, es
señor de todo lo que mira. El jaguar o el puma, el potro o el toro bravío, la
gama y el avestruz, lo temen lo mismo. No tiene amo, no labra el suelo,
difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya
visitado una ciudad, y tiene tanta idea de una montaña o del mar como su vecina
subterránea, la vizcacha.
Algunos gauchos jóvenes
me han dicho que eran a veces desgraciados "por amor", pero cuando
llegan a los años de discreción, nunca se les oye proferir queja contra su
destino. En efecto, constituyen una raza con menos necesidades y aspiraciones
que cualquiera de las que yo he encontrado. Sencillas, no salvajes, son las
vidas de esta "gente que no suspira", de las llanuras. Nada puede
dar, al que lo contempla, idea más noble de independencia que un gaucho a
caballo; cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su
bien adiestrado caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la
libertad. Su rancho es pequeño y cuadrado, con pocos postes de sostén y varillas
de mimbre entretejidas, revocadas con barro y a veces solamente protegido por
cueros. El techo de paja o junco, con un agujero en el centro para dar escape
al humo; pocos trozos de madera o cráneos de caballo sirven de asiento; una
mesita de diez y ocho pulgadas de altura para jugar a los naipes, un crucifijo
colgado a la pared y a veces una imagen de San Antonio o algún otro santo
patrono, son los adornos de su morada. Pieles de carnero para que se acuesten
las mujeres y niños y un fueguito en el centro, son sus únicos lujos; el gaucho
en su casa siempre duerme o juega; raramente pasamos por un rancho donde
estuviesen reunidos; pero este pasatiempo era para ser presenciado; y
ocasionalmente, un fraile con hábito sucio se veía tan serio en la partida de juego
como los demás.
Si el tiempo está
lluvioso, la familia y los visitantes, perros, lechones y gallinas, se juntan
dentro del rancho en promiscuidad; y cuando el humo de leña mojada generalmente
llena la mitad del rancho, las figuras, en esta atmósfera opaca, semejan los
fantasmas sombríos de Osián. Pocos frutales a veces se encuentran cerca del
rancho. Las mujeres gauchas se visten con camisas de algodón burdo, enaguas de
bayeta o picote azul, que dejan descubiertos los brazos y el cuello. Cuando
salen a caballo, usan chales de bayeta de color vivo y sombreros masculinos de
paja o lana. Se sientan de lado a caballo y son tan buenos jinetes como los
otros. Las mujeres se ocupan de cultivar un poco de maíz que les sirve de pan;
también cosechan sandías y cebollas y tejen bayetas y ponchos ordinarios. El
uso del tabaco es común en ambos sexos: lo consumen en forma de cigarrillos con
tabaco envuelto en papel o chala. Sus útiles de cocina son generalmente de
barro cocido y sus platos de madera. He visto en uno de estos ranchos míseros,
una fuente de plata, pero tan negra de suciedad, que fue necesario rascarla con
el cuchillo para cerciorarse de su calidad. En tiempo de los españoles era más
difícil conseguir hierro que plata, por no haber minas de hierro beneficiadas
en Sudamérica. Sin embargo, desde la Revolución, tantas partidas de montoneros
diferentes han saqueado a los habitantes pampeanos, que los mencionados
valiosos utensilios han desaparecido casi totalmente de entre ellos. Los
gauchos son muy aficionados al aguardiente de uva; pero rara vez caen en aquel
estado de ebriedad tan común entre las clases más pobres de Inglaterra.
DICTAMEN
IMPARCIAL SOBRE LOS GAUCHOS (1818)
ANÓNIMO
Estos hombres que en
algún tiempo fueron reputados por tímidos o cobardes, y en la época presente
por furiosos y desalmados, no deben calificarse de un extremo ni otro, pues la
serie de acontecimientos que ha habido en las provincias del Río de la Plata, y
la observación que algunos curiosos han hecho sobre la conducta de los referidos
gauchos, manifiesta no solamente lo contrario, sino algunas cualidades en ellos
que quizá no se divisarían en los demás hombres civilizados.
Ellos regularmente aman
la libertad, y desean satisfacer sus pasiones (lo mismo sucede a todos los
hombres), en cuyo estado, que no deja de ser un símil del de brutalidad, viven
mucho más contentos que los racionales virtuosos, pues a éstos les aflige
demasiado el remordimiento de sus conciencias, y a aquéllos no les atemoriza el
terrible porvenir, en razón de las limitadas ideas que tienen de la religión,
de la cual generalmente ignoran todo, pues hay muchos de ellos que se han
bautizado a los ocho o diez años (y yo he presenciado el de uno de más de
treinta), se han confesado tres o cuatro veces en veinte años, y en todo el
resto de su vida habrán oído cincuenta misas, la mayor parte montados a
caballo.
No tienen la más pequeña
idea del universo; no conocen el fanatismo; todo lo que no sea su caballo
y moza les es indiferente; si concurren a las capillas donde se les instruye
con la doctrina, más bien lo hacen por la curiosidad de ver los caballos y
aperos de sus compañeros, por presenciar las apuestas, que suelen entablar,
y en las que aventuran hasta la camisa, que por devoción. Ninguna radicación
tiene la fe entre ellos; y por consiguiente no contienen sus desórdenes; el
amor al premio, ni el temor del castigo puede estimularlos. Esto proviene
de la corta civilización que tienen, de la instrucción que reciben de sus
padres, y del abandono en que viven, especialmente los que distan de cuarenta
a cien leguas de la población, pues en éstos es una gracia cuando al cumplir
de diez a catorce años, solicitan a la madre, o hacen propagar la generación
con sus hermanas.
El lujo tiene poco
ascendiente sobre ellos, pues visten de lienzo ordinario de algodón, y su
vestuario más decente, se compone de unos calzoncillos blancos, que les llegan
a los tobillos, con un fleco de cuatro dedos, un chiripá, o lienzo de colores,
liado a la cintura, calzón de pana, o tripe azul, o encarnado, y un poncho de
colores de la misma hechura que los que se dieron en la guerra pasada contra la
Francia a nuestra infantería; en teniendo esto, y un sombrero de ala y copa
chica, con un pañuelo para asegurarlo a la cabeza, ya no aspiran a mayores galas,
queda lleno el hueco de su ambición; sin embargo, de que no costándoles dinero,
gustan de algunas otras prendas, que se han introducido de poco tiempo a esta
parte.
La pasión dominante que
ellos tienen es por un buen caballo, con su apero correspondiente, buen freno y
espuelas de plata, botas de piel de gato, una baraja, algunos reales para
jugar, y un frasco de aguardiente, son todas las delicias que desean durante su
vida estos hombres. Son muy fuertes en
los trabajos del campo, y resisten la intemperie como no hay ejemplar, suelen
pasar las veinticuatro, y cuarenta y ocho horas, sin más alimento que el mate,
y su comida general es un pedazo de carne asada, sin sal, sin pan, ni
condimento alguno, y para esto suelen degollar una res desperdiciando el resto.
Son muy lascivos, celosos
y vengativos; no pierden ocasión de tomar satisfacción de los agravios, unas
veces cara a cara, y las más a traición. Roban las solteras, y aun las casadas,
y las transportan a largas distancias cuando se prendan de ellas; gustan de
cantar, tocar la guitarra.
No hay forma de
reducirlos a la razón, ni sacar partido de ellos, no valiéndose de los
alicientes e incentivos que quedan indicados, y tienen tanta analogía con su
pasión dominante. Con todo estoy íntimamente persuadido que cualquier hombre
por extraño que sea, que vista el mismo modo que ellos, que hable el lenguaje
que gustan los tales gauchos, que aparenten rusticidad pues son muy sagaces a
pesar de lo dicho, y se acomode a los vicios de que adolecen, vivirá entre ellos
muy aplaudido, y aun podrá servir de oráculo en los casos y lances que se
ofreciesen.
Nada de Europa, ni del
resto del mundo, por halagüeño que sea, linsonjea la pasión de ellos, ni tiene
relación con sus deseos; al contrario, los irrita, y no gustan de otra
conversación, más que de sus chinas, caballos, y carreras.
Acostumbrados a matar
millares de vacas y toros furiosos, no tienen temor de ensangrentar sus
puñales, en cualquier hombre, por robarle un par de espuelas, o por una pequeña
indisposición, bien que no pocas veces han perdonado la vida a un español, de
quien recibieron algún beneficio; para cuyo acto prueban que no son insensibles
a los impulsos de gratitud y compasión.
Para la guerra que siguen
tienen calidades capaces de hacerla interminable, pues no faltándoles el
caballo, y la carne, sus horas de juego y mujeres, por nada se apuran para
pagas ni vestuarios, y con la mayor facilidad hacen sus marchas y mudan de
campamento, sin que les cause incomodo ni la intemperie del invierno, ni los
calores del verano, pues en todas las estancias usan una misma ropa y se
mantienen sanos y robustos; no reclaman cuarteles ni piden otras comodidades
que una fogata de invierno, donde se reúnen formando ruedas, sentados en
cuclillas y cruzados, los más de ellos, los pies como las mujeres, y cuando más
de una cabeza de animal, de los muchos que matan, que es su mejor taburete,
donde se pasan las noches en el fuego, guitarra, y el traguito de aguardiente
con un mate, más contentos que nuestros generales en el mayor banquete, y
cuando en sus cantos sale alguno con la yegua gateada, mala cara, y otros
dichos iguales, hay grandes gritos, celebrando la agudeza de sus semejantes.
Se sacaría un partido
ventajosísimo de estos hombres para domar caballos, tan necesarios, beneficiar
los ganados de la campaña, y hacer la guerra que sin ellos es casi imposible,
captándose con mucha política la voluntad de Artigas, y tres o cuatro cabezas
de los que tienen mayor ascendiente sobre ellos; y cuando esto fuese imposible,
queda el arbitrio de pacificar la Banda Oriental, y desvanecer la fuerza de los
gauchos, contentando a los estancieros y vecinos pudientes de la campaña, con
privilegios honrosos, distinciones, y otras gracias que pueden hacerse en
nombre del Soberano; pero si estos vecinos, la mayor parte honrados, llegan a
declararse en favor del Rey, privarían insensiblemente a los gauchos de los
recursos con que nos hacen la guerra, como sucedió con las tropas de Buenos
Aire3 que careciendo en la Banda Oriental de caballada, y carnes, para
mantenerse tuvieron que abandonar la empresa de someter estos vastos campos a
su dominio.
GAUCHOS
(1819)
EMERIC ESSEX VIDAL
Todos los paisanos son
llamados gauchos por los habitantes de Buenos Aires, término derivado
seguramente de la misma raíz que nuestras antiguas palabras inglesas gawk y
gawkey, usadas para expresar las maneras torpes y toscas de estos rústicos.
... Apenas las criaturas
tienen una semana, cuando el padre o hermano lo toman en brazos y monta a
caballo, llevándolo con él por el campo hasta que empieza a llorar; entonces lo
llevan a la madre para que lo amamante. Estas excursiones se repiten con mucha
frecuencia hasta que el niño es capaz de montar por sí solo los viejos caballos
mansos. De esta manera se le cría, y como no se le somete a ninguna clase de
sujeción; como no ve más que lagos, ríos y llanuras desiertas, y de cuando en
cuando algunos vagabundos desnudos que persiguen a las bestias salvajes y a los
toros, llega a identificarse a la misma clase de vida y a la independencia; no
conoce ni regla ni medida de nada; la compañía de sus semejantes le desagrada,
sobre todo si no los conoce, y es completamente ajeno al recato, la decencia,
el amor a la patria y las conveniencias de la vida. Acostumbrado desde la
infancia a la matanza de animales, no le da importancia el matar un hombre,
haciéndolo a menudo, aun sin ningún motivo, pero siempre fríamente, sin
encolerizarse; porque esa pasión de la cólera es desconocida en los desiertos,
donde tan pocas ocasiones se presentan de sentirla.
Por lo general, estos
pastores son robustos y sanos, especialmente los mestizos, o sea los hijos de
españoles e indios. Nunca se les oye exhalar ni la más mínima queja cuando
están enfermos, ni aun cuando sufren los más horribles dolores. No sienten apego por la vida, y la muerte
les es completamente indiferente. "Los he visto ir a la muerte -dice
Azara- con la mayor tranquilidad, sin el menor signo de emoción. He visto otros
que, en el momento de recibir una herida mortal, no han lanzado ni un quejido,
diciendo simplemente: "Me ha matado". Si en sus últimos momentos les
ataca el delirio, no hablan de otra cosa que de su caballo favorito, y no para
lamentarse de separarse de él sino para jactarse de sus buenas cualidades.
Cuando yo anduve por estas llanuras, sucedió una vez que cierto mulato,
disgustado por algo que un mestizo había hablado de él mientras se hallaba
ausente, fue a buscarlo, y habiéndole encontrado mientras almorzaba sentado en
el suelo, le dijo sin bajarse del caballo: "Amigo, estoy enojado con usted
y vengo a matarlo". El mestizo preguntó el motivo sin moverse siquiera.
Ambos continuaron hablando con la mayor naturalidad, sin subir el tono de sus
voces, hasta que el mulato bajó del caballo y, efectivamente, mató al mestizo.
Esta escena se desarrolló ante una docena de gentes de campo, pero de acuerdo a
su invariable costumbre, ninguno de ellos intervino para nada. No existe el
precedente de que ningún hombre haya asumido el papel de mediador en una pelea,
o de haber prendido a un criminal. Creo, en verdad, que se considerarían
deshonrados si descubrieran o capturaran a un culpable, fuera cual fuere el
delito: y por esta razón los esconden y los ayudan cuanto les es posible".
Todos ellos sienten una
gran repugnancia a emplearse como sirvientes. Como están acostumbrados a hacer
constantemente lo que quieren, nunca conciben cariño alguno ni a la tierra ni a
sus patrones: no importa cuánto paguen, ni cómo los traten, los abandonan en
cualquier momento que se les meta en la cabeza, la mayor parte de las veces,
sin despedirse siquiera o diciéndoles, simplemente: "Me voy, porque ya he
estado con usted bastante tiempo". Los ruegos y reproches son igualmente
vanos en tales casos, pues no dan contestación ni a unos ni a otros, y no se consigue
desviarlos de sus propósitos. Son extremadamente hospitalarios; proporcionan
techo y comida a cualquier viajero que se lo solicite, y casi nunca se les
ocurre preguntar quién es o adónde va, aun cuando se quede con ellos durante
varios meses.
Nacidos y criados en el
desierto, disponiendo de muy escasos medios de comunicación con sus semejantes,
estos pastores no conocen la amistad y tienen propensión a la sospecha y el
fraude; por eso, cuando juegan a las cartas, por las cuales sienten una
violenta pasión, se ponen generalmente agazapados en el suelo, con las riendas
del caballo bajo los pies, para que no se escape, y muy frecuentemente clavan
la daga o el cuchillo en la tierra a su lado, listos para despachar a la
persona con quien están jugando, si advierten el menor intento de trampa, en
las cuales son peritos consumados. Se juegan todo lo que poseen y con la mayor
tranquilidad. Cuando uno de ellos ha perdido su dinero, se juega la camisa, si
ésta vale la pena de jugarla, y el ganancioso da, por regla general, la suya al
perdedor si ya no vale, porque a ninguno de ellos se le ocurre tener dos.
Cuando una pareja está a punto de contraer matrimonio, pide prestadas las
ropas, las cuales se sacan no bien abandonan la iglesia, no tienen ni casa ni
muebles, y su lecho es un simple cuero tendido en el suelo.
Los pastores son por
naturaleza adictos al robo de caballos o fruslerías, pero nunca a cosas de
importancia. También son muy aficionados a matar animales salvajes, y hasta
ganado manso, sin necesidad. Sienten una gran antipatía por cualquier ocupación
que no puedan desempeñar a caballo. Apenas saben caminar y no lo hacen mientras
puedan evitarlo, aun cuando sólo sea cruzar la calle. Cuando se encuentran en
la pulpería, o en cualquier otro lugar, permanecen montados, aunque la
conversación dure varias horas. También van a pescar a caballo, metiendo el
animal en el agua para arrojar y recoger la red. Para sacar agua de un pozo,
atan la soga a su caballo y hacen que éste alce el balde, sin qué ellos pongan
ni un solo momento los pies en tierra. Si precisan mezcla, aunque no sea más
que una pequeña cantidad, hacen que su caballo la pise y la trabaje sin bajarse
ellos para nada. En fin, todo lo que
hacen, es hecho a caballo.
La práctica
ininterrumpida desde la niñez los hace jinetes incomparables, ya sea para
mantenerse firmes sobre la montura o para galopar continuamente sin cansarse.
En Europa probablemente, se les juzgaría como faltos de elegancia, porque
estriban muy largo y no llevan las rodillas apretadas, sino que montan con las
piernas abiertas, sin volver la punta de los pies a las orejas del caballo;
pero, no obstante, no existe el menor peligro de que pierdan el equilibrio, ni
un instante, ni de que al trotar o galopar sean lanzados de la montura, y aun
cuando el animal patee, corcovee o haga cualquier otro movimiento; no, casi
podría jurarse que el caballo y el jinete forman un solo cuerpo, aunque sus
estribos son simples triángulos de madera, tan chicos que solamente caben en
ellos las puntas de los dedos gordos de los pies. Por lo general, montan
indistintamente el primer potro que agarran, aunque sea sin domar, y algunas
veces hasta montan en los toros. Con el lazo atado a la cincha del caballo, se
paran a una distancia de ochenta o noventa pies y enlazan cualquier animal, sin
exceptuar al toro, arrojándole el lazo al cuello y las patas, y jamás erran la
pata a la cual apuntaron. Si un caballo rueda al ir a todo galope, la mayor
parte de ellos no reciben ni el más leve golpe, pues caen parados a su lado,
con las riendas en la mano para evitar que el caballo escape. A modo de ejercicio, piden a otra persona
que arroje el lazo a las patas de su caballo mientras van al galope, y caen con
toda seguridad de pies, aunque el bruto haya caído después de mil piruetas. En
el manejo de las boleadoras, no son menos expertos que los Pampas.
Es casi increíble lo bien
que conocen a los caballos y a otros animales. Sólo se precisa decir a uno de
estos hombres: "Ahí hay doscientos caballos (tal vez más) que son míos:
los dejo a tu cuidado y tú me responderás de ellos". Los mirará
atentamente un momento, aunque a veces se hallen pastando a media milla de
distancia; esto será suficiente para que los reconozca en forma tal de no
perder ninguno. Otra circunstancia sorprendente es la seguridad con la cual
alguno de estos hombres señalan, a primera vista, el mejor sitio para vadear un
río, que se ve a una o dos leguas de distancia, aun cuando no lo hayan visto en
su vida. Nunca dejan de ir derechamente al lugar que desean, sin brújula, sin
dar rodeos de ninguna clase, ya sea durante el día o la noche, aunque no haya
árboles, ni señales, ni caminos, y el campo sea absolutamente llano.
UN
GAUCHO (1819-1824)
JOHN MIERS
El maestro de posta era
algo así como un tipo refinado para una persona de su clase; es decir, un
gaucho fino; era un individuo agradable y activo, nacido en Buenos Aires,
enteramente au fait en el arte de criar y amaestrar caballos; sumamente experto
en el uso del lazo y, especialmente, en el de las bolas, que siempre llevaba
atadas alrededor de la cintura; sus maneras eran agradables y todo su aspecto
expresaba alegría y buen humor. Su presencia era airosa: vestía una chaqueta
azul, corta, con una doble hilera de redondos botones dorados y un sombrerito
negro de ala angosta; su poncho, orlado de rojo, doblado en dos, estaba sujeto
a manera de falda, mediante una larga faja verde que se plegaba alrededor de la
cintura. Llevaba calzones de algodón blanco con un gran fleco abajo, pero no
usaba medias, ni botines. A caballo, serviría de, modelo para un pintor.
El
GAUCHO (1825)
FRANCISCO BOND HEAD
Nacida en tosco rancho,
la criatura gaucha recibe poco cuidado, pero se deja columpiar en una hamaca de
cuero colgada del techo. El primer año de su vida gatea desnuda, y he visto más
de una vez a una madre que entregaba al niño de esta edad un cuchillo filoso,
de un pie de largo, para que se entretuviera. En cuanto camina, sus diversiones
infantiles son las que lo preparan para las ocupaciones de su vida futura: con
lazo de hilo de acarreto trata de atrapar pajaritos, o perros cuando entran o
salen del rancho. Cuando cumple cuatro años de edad monta a caballo e
inmediatamente es útil para ayudar a llevar el ganado al corral. El modo de
cabalgar de estos niños es extraordinario; si un caballo trata de escapar de la
tropilla que conducían al corral, he visto frecuentemente al chicuelo
perseguirlo, alcanzarlo y hacerlo volver, zurrándolo todo el camino; en vano el
animal intenta escurrirse y escapar, pues el chico lo sigue y se mantiene siempre
cerca; y, caso curioso, a menudo se ha observado que el caballo montado siempre
alcanza al suelto.
Sus diversiones y
ocupaciones pronto se hacen más viriles. Sin cuidarse de las vizcacheras que
minan las llanuras, y son muy peligrosas, corre avestruces, llamas, leones y
tigres; los agarra con las boleadoras, o con el lazo diariamente ayuda a
enlazar ganado chúcaro y arrastrarlo hasta el rancho para carnear o herrar.
Doma potrillos del modo que he de describir, y en estas ocupaciones es
frecuente que ande afuera del rancho muchos días, cambiando caballo cuando se
le cansa el montado, y durmiendo en el suelo. Como el alimento constante es
carne y agua, su constitución es tan fuerte que lo habilita para soportar una
gran fatiga; y difícilmente se cerciora de las distancias que recorre y del
número de horas que permanece a caballo. Aprecia enteramente la libertad sin
restricciones de tal vida; y sin conocer sujeción de ninguna clase, su mente a
menudo se llena con sentimientos de libertad, tan nobles como sencillos, aunque
naturalmente participan de los hábitos salvajes de su vida. Vano es intentar explicarle los lujos y
bendiciones de una vida más civilizada; sus ideas estriban en que el esfuerzo
más noble del hombre es levantarse del suelo y cabalgar en vez de caminar -que
no hay adornos o variedad de alimentación que compense la falta de caballo-, y
el rastro del pie humano en el suelo es en su mente símbolo de falta de
civilización.
El gaucho ha sido acusado
por muchos de indolencia; quienes visitan su rancho lo encuentran en la puerta
de brazos cruzado, y poncho recogido sobre el hombro izquierdo, a guisa de capa
española; su rancho está agujereado y evidentemente sería más cómodo si
empleara unas cuantas horas de trabajo en arreglarlo; en un lindo clima carece
de frutas y legumbres; rodeado de ganados, a menudo está sin leche; vive sin
pan, y no tiene más alimento que carne y agua, y, por consiguiente, quienes
contrastan su vida con la del paisano inglés lo tildan de indolente y se
sorprenderán de su resistencia para soportar vida de tanta fatiga. Es cierto
que el gaucho no tiene lujos, pero el gran rasgo de su carácter es su falta de
necesidades: constantemente acostumbrado a vivir al aire libre o dormir en el
suelo, no considera que agujero más o menos en el rancho lo prive de comodidad.
No es que no guste del sabor de la leche, pero prefiere pasarse sin ella antes
que someterse a la tarea cotidiana de ir a buscarla. Es cierto que podría hacer
queso y venderlo por dinero, pero si ha conseguido un recado y buenas espuelas,
no considera que el dinero tenga mucho valor: en efecto, se contenta con su
suerte; y cuando se reflexiona que en la serie creciente de lujos humanos no
hay punto que produzca contentamiento, no se puede menos de sentir que acaso
hay tanta filosofía como ignorancia en la determinación del gaucho de vivir sin
necesidades; y la vida que hace es ciertamente más noble que si trabajara como
esclavo de la mañana a la noche a fin de obtener otro alimento para su cuerpo u
otros adornos para vestirse. Es cierto
que sirve poco a la gran causa de la civilización, que es deber de todo ser
racional fomentar; pero un individuo humilde que vive solitario en la llanura
sin fin no puede introducir en las vastas regiones deshabitadas que lo rodean
artes o ciencias; puede, por tanto, sin censura, permitírsela dejarlas como las
encontró, y como deben permanecer, hasta que la población, que creará
necesidades, invente los medios de satisfacerlas.
El carácter del gaucho es
con frecuencia muy estimable; es siempre hospitalario: en su rancho el viajero
siempre encontrará amistosa bienvenida, y a menudo será recibido con una
dignidad natural de maneras muy notables, que casi no se espera encontrar en
ranchos de aspecto tan mísero. Cuando yo entraba en el rancho, el gaucho se
levantaba invariablemente para ofrecerme su asiento, que yo no aceptaba, con
muchos cumplimientos y saludos hasta que hubiese aceptado su ofrecimiento, que
consiste en un cráneo de caballo. Es curioso verlos invariablemente sacándose
el sombrero al entrar en un cuarto sin ventanas, con puertas de cuero vacuno y
techo escasísimo.
... La religión del
gaucho es necesariamente más sencilla que en la ciudad, y su estado lo coloca
fuera del alcance del sacerdote. En casi todos los ranchos hay una imagen o un
cuadro, y los gauchos a veces llevan una crucecita colgada del cuello. Para que
sus hijos sean bautizados los llevan a caballo a la iglesia más cercana, y creo
que los muertos se ponen generalmente cruzados sobre el lomo del caballo y son
sepultados en tierra consagrada, aunque el correo y el postillón que fueron
asesinados, a cuyo servicio fúnebre asistí, se enterraron en las ruinas de un
rancho viejo en medio de la llanura santafecina. Cuando se contrae matrimonio, el joven gaucho lleva la novia en
ancas, y en el transcurso de pocos días, generalmente, pueden conseguir
iglesia.
LOS
GAUCHOS (1834)
M. RAYMONDE BARADÉRE
Se designa generalmente con el
nombre de ganchos a esa parte de la población de la campaña que sólo posee como
propio, su choza o rancho, su caballo y su silla o recado. Lo más a menudo no
tiene absolutamente nada.
Tal vez sea el gaucho el más independiente,
el más libre, y el más feliz de todos los hombres: es de una completa indiferencia
por el porvenir, y vive absolutamente al día. Sólo trabaja cuando ha agotado
todos sus recursos para proveer a sus necesidades. Entonces se presenta en
la primera estancia que encuentra en su camino, se instala allí en virtud
del derecho ilimitado de la hospitalidad, téngase o no necesidad de sus servicios.
En tal caso trabaja sin salario, hasta que uno de sus camaradas suficientemente
provisto de dinero para volver a emprender su vida ociosa. le cede su lugar.
Después de algunos días de trabajo, hace otro tanto, y va a reunirse con sus
camaradas. Su punto de reunión es por lo común una especie de taberna conocida
en el país con el nombre de pulpería. Allí establecen su domicilio, pasan
el tiempo bebiendo y cantando canciones llamadas cielitos, acompañándose con
la guitarra, y jugando a las cartas. Cuando han gastado todo su dinero, la
compañía se disuelve; y cada uno emprende de nuevo el camino de las estancias.
Pero es raro que tal separación se efectúe sin que tengan lugar numerosas
riñas, peleas a cuchillo y sin que se derrame sangre.
Los gauchos rara vez se casan; lo
que no les impide que tengan mujeres. Si tienen hijos, es raro que los abandonen.
En tal caso construyen una choza o rancho en el primer terreno que encuentran,
pero lo más cerca posible de una estancia, donde esperan encontrar trabajo.
El gaucho así instalado, es muy hospitalario. El mejor lugar de su rancho
y el mejor trozo de su asado, son siempre para el huésped; él cuida de .su
caballo y lo ata en el lugar donde el pasto es más abundante. Si se da cuenta
que el caballo está cansado, le ofrece el suyo. Afecta el mayor desinterés
y jamás acepta el precio de la hospitalidad que se ha recibido. Pero, repito,
por una extrañeza inexplicable, ha sucedido variar veces que ha desvalijado
a su huésped, el puñal al cuello, a sólo algunos centenares de pasos de su
casa.
El gaucho es muy apegado a sus
hijos; él se encarga de su educación, que consiste en saber montar a caballo,
enlazar, arrojar las boleadoras y matar los animales. La mujer estéril está
casi segura de ser abandonada.
El gaucho sin dinero ni trabajo,
se vuelve ladrón. Roba algunas pocas reses, que conduce a gran distancia,
y que mata en seguida para vender los cueros a comerciantes ambulantes. Él
no considera este acto como un robo; parece que buscara disimular su ociosidad calificándolo
con la palabra changar. De manera que esta clase de ladrones es designada
en el país con el nombre de changueadores.
Cuando el gaucho ha llegado a la
edad en que las fuerzas comienzan a faltarle y no puede procurarse más lo
necesario, se retira entonces en la cocina de alguna estancia. Se le considera
como el "Penate" de la cocina; se le cuida como a un
antiguo servidor, y concluye allí apaciblemente su carrera.
Después de muerto, se le coloca,
sin ceremonia, en una fosa abierta al borde de algún camino importante, o de
algún río. Una simple cruz de madera indica a los transeúntes el lugar en que
yacen sus despojos.
Los gauchos constituyen una
clase completamente aparte dentro de la población oriental. Ella es, tal vez,
la más numerosa. Suministra obreros a las explotaciones agrícolas de la
campaña, y soldados al Estado cuando lo exigen las circunstancias.
LOS
GAUCHOS (1838)
DOMINGO DE ORO
Las costumbres y modo de vivir
de los gauchos varían considerablemente según las provincias a que pertenecen.
En general los de Mendoza, San Juan y Catamarca se ejercitan en la labranza
de la tierra. Los de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba,
San Luis, La Rioja, Santiago del Estero, Tucumán y Salta tienen por principal
ejercicio el pastoreo. Los labradores son comúnmente pacíficos y bastante
morales: estos apuntes son relativos a los pastores.
El hijo de un gaucho empieza a
montar a caballo antes de saber andar a pie. Cuando tiene siete u ocho años
ya es jinete, que quiere decir que ya maneja diestramente el caballo. De tal
modo se habitúa al caballo que son inseparables, y se ve raras veces a un
gaucho que camina una distancia de una cuadra a pie, habiendo caballo, por
grande y urgente que sea la causa que lo estimule a andar. A esta edad empieza
a tomar parte en los trabajos de su profesión, que consisten en reunir diariamente
el ganado en determinado lugar, en marcar en ciertas estaciones del año, etc.
Con el aprendizaje de montar a caballo se hace el del uso del lazo, y de las
bolas, lo mismo que el de tejer lazos, riendas y bolas.
Muchas de estas provincias están
cortadas por ríos y arroyos profundos; por consiguiente los gauchos son grandes
nadadores. Por lo común, se arrojan a un río en su caballo: ellos van desnudos,
y el caballo en pelos con el freno solamente. Cuando han entrado a lo hondo,
y que ya el caballo nada, se resbalan por la anca y se ponen al costado de
su caballo ayudándolo cuando se fatiga, y ayudándose con él ellos bien tomándolo
de la crin del pescuezo, bien agarrándose de la cola, pero siempre gobernándolo
por la rienda para dirigirlo. A veces suelen pasar su ropa en un pequeño atado
en la cabeza, y en otras la ponen lo mismo que la montura, en una pequeña
balsa de cuero que viene tras de ellos tirada por una correíta de cuero que
toman con los dientes; y así también pasan los nadadores a las personas que
no saben nadar.
Se sirven del lazo en todas las
operaciones con el ganado vacuno y caballar cuando es manso: cuando no lo
es se sirven de las bolas en primer lugar y luego del lazo. Bolean igualmente
gamos, vicuñas, liebres y avestruces. Cazan también diferentes clases de quirquinchos,
vizcachas, nutrias, y capibaras de distintos modos; y esto se hace generalmente
por pura diversión.
Los gauchos comen casi exclusivamente
carne de vaca asada; a falta de vaca comen caballo, avestruz, y todo lo que
cazan. El quirquincho es plato delicado. Devoran una cantidad enorme en cada
comida. Raras veces comen pan, ni tienen grande empeño en ello, pero lo tienen
en conseguir vino y aguardiente a lo que son afectos.
La montura de un gaucho consiste
en la silla del país llamada lomillo: debajo e inmediatamente sobre el lomo
del caballo tiene una pequeña jerga y dos o más cueros de vaca o caballo cortadas
poco más largo que la jerga; una cincha de cuero que se ajusta por medio de
una pequeña correa de cuero al cuerpo del caballo y sujeta el lomillo, y encima
de todo un pequeño cuero de carnero o cabra, o de caballo curtido. Esto con
el freno y las riendas constituyen la montura completa. A la parte posterior
de ella hacia el costado lleva amarrado el lazo y la manea, y en el cuello
del caballo el fiador y maneador. En la cintura se amarra él mismo las bolas,
y con el ceñidor sujeta el cuchillo, útil que no le falta jamás.
Su vestido es un ancho calzón de
tela blanca ordinaria de algodón europea o del país que le llega al tobillo;
una camisa de lo mismo; un ceñidor de lana, un chaleco y rara vez chaqueta, y
una manta ordinaria mayor que las que usan en Chile; un pañuelo amarrado en la
cabeza con las puntas pendientes hacia atrás y un sombrero redondo y pequeño.
De las yeguas o caballos que mata saca unas botas de cuero que suaviza
estregándolas, les quita el pelo y quedan blancas las que trae sobre la carne,
debajo de su calzón amarradas en las corbas con correas de lo mismo. En la
punta del pie están cortadas, y dejan salir las puntas de los tres primeros
dedos con los cuales toma el estribo que es un pequeño semicírculo de bronce,
de hierro o madera cerrado abajo por una pequeña pieza recta en el que apenas
caben los dos o tres dedos. Agregado a esto grandes espuelas de hierro muy
punzantes está completo su ajuar.
Su montura y su poncho son su
cama, y su equipaje. No se desnuda para dormir: cuando el frío es grande duerme
cerca del fuego.
Los gauchos son bien formados,
altos y fuertes, generalmente despejados y vivos, muy altivos e insubordinados;
son silenciosos y observadores. Comúnmente empiezan el elogio de alguno con
estas palabras "es buen mozo; es mozo callado". Son hospitalarios,
pero reservados y fríos al principio; el aire de superior les ofende mucho:
las ideas religiosas los mueven remisamente, son valientes, indolentes, jugadores,
bebedores, fieles a sus amistades, algo rencorosos y no. muy humanos. La obediencia
a sus jefes, gauchos como ellos, es más bien resultado de un afecto que de
otra cosa. Tienen mucha prevención contra los hombres que afectan elegancia
y cultura a los que llaman pintores.
...Un gaucho puede vivir a su gusto
sin trabajar un no muy corto tiempo. El salario de un mes le da con qué comprar
ropa que le dura un año. En un caballo suyo o ajeno ataca los caballos silvestres,
bolea mulitas o quirquinchos, vizcachas, etc., y ha satisfecho sus necesidades.
Si no tiene familia nada lo liga a un punto o lugar De nadie depende. En su
caballo, lazo, bolas y cuchillo lleva todas sus propiedades, y no conoce obstáculo
que le impida quedarse o marcharse donde guste. Es el ser más libre que existe.
GAUCHOS
(1845)
FRANCISCO JAVIER MUÑIZ
Hombres errantes, sueltos y sin
domicilio, cuyo ejercicio es andar de pago en pago, en las hierras, carreras y
en las casas o tabernas de juego: montados en los mejores caballos que no
teniéndolos propios, los toman a lazo o con las bolas de las manadas, que
pastan por los campos.
El primero y más esencial
articulo del catecismo gaucho, es el traer siempre una mujer a las ancas. Ésta
jamás es propia, sino como ellos dicen robada; circunstancia muy importante y
que es mirada por ellos como muy honrosa y necesaria... Aunque alguna vez sucede,
el difícil hurto mujeril de alguna estancia solitaria, o por sorpresa, yendo la
moza a lavar al arroyo, o con el hermano o su familia a algún baile lejano: lo
más general es, que la rolliza robada se va por gusto o por antojo con el
amante sin amor, o fugada de la casa paterna, o bien huida del enojoso lado
maridal.
Cuando un gaucho valiente se
halla sin mujer, y le agrada la que posee otro gaucho, se hace un punto de
honor en arrebatársela por fuerza de armas. La pelea es, por descontado, a
muerte, y victorioso, si no es muerto el agresor, se lleva en buena conciencia,
la prenda disputada, que por lo común es una adquisición detestable. Los
gauchos todos son o deben ser, o ellos se empeñan en hacerse pasar por
enamorados, como lo eran y debían ser los caballeros andantes de la Edad Media.
Al que de ellos no le da por traer su charque (expresión técnica de su
catecismo), a las ancas, y que no es del todo un pelafustán; tiene a gala dejar
en los ranchos donde hay mozas, acá y allá, prendas de su vestido, o lo que
ellos llaman muda de hato. Esta muda se compone de una mala camisa, y de un
raído calzoncillo, que alguna vez es cribado con gusto en el extremo de las
piernas, si el dueño es, como dicen, mozo de prendas.
Cuando el dueño de ellas aparece
en el rancho favorito, lo que sucede, por lo común, de noche, pues no hay uno a
quien no persiga por sus fechorías la Justicia, lo primero que practica la
querida es presentarle su ropa limpia y tal vez por exquisito favor, un pañuelo
de taparse ella para que lo ponga de chiripá; con estos arreos el recién venido
se muda en el acto, si la noche no está muy fría afuera del rancho, al reparo
por lo general del moginete.
Entra después orgulloso y desquebrajando
el cuerpo en la cocina, y si hay guitarra, que aunque sucia no suele faltar,
se le hace el obsequio de una décima, oficio que desempeña, con gusto, por
lo regular, la doncella predilecta. Mientras hierve la mazamorra, o se tuesta
el asado para la cena, el gaucho con el mate cimarrón (sin azúcar) que no
cesa de chupar, refiere en su estilo fanfarrón y parabólico sus aventuras,
durante la ausencia. Cuenta hiperbólicamente cuanto tajos ha dado en sus pendencias
desaforadas; la burla que hizo de la Justicia; y tomando con irónica mansedumbre
permiso de las damas presentes, refiere el caso en que por desleal, castigó
a un mujer, cortándole el pelo (tusarlas) ; el baile en que trozó la cuerdas,
sólo por buscar camorra o por desquitarse del tocador que le arrebataba las
miradas o los aplausos de alguna de las asistentas. de que se había él de
paso enamorado; y el susto que recibieron los concurrentes, cuando habiendo
apagado las velas del fandango, ganó la puerta con el facón en la mano e impuso
pena de la vida al que atravesara los umbrales.
Sigue la cena, que es frugal en
número de platos y en su calidad: por que en cantidad de libras excede un
regular guarismo, y concluida, tiende él su recado para dormir sobre las caronas
y jergas húmedas aún, por el sudor del caballo. La enamorada suele añadir
al duro lecho, en las noches de invierno, un poncho o frazada de suyo, señal
de distinción que se agradece con frases más bien gesticulativas que expresadas.
Se apelotonan a dormir los de la familia, chicos y grandes; padres e hijos,
en cama común; algún gato o perro, en que abunda la casa, se asocia, por honor,
a la tranquila compañía durmiente. Se apaga, a poco rato, el negro y humoso
candil; huyen, con la obscuridad, los temores, los fútiles respetos y los
molestos escrúpulos sobre la propiedad; y en las tinieblas de aquel rancho
tan semejante a la tienda del tostado beduino, plantada en el desierto, parece
que revivieran las libertades de la ley patriarcal, y que se restituyera al
mundo la comunidad de bienes, personas y propiedades.
El andariego y astuto gaucho, en
cuyo catecismo se lee el segundo artículo —gatearás siempre que puedas— gatea
si es preciso, y cuando no, recibe el calor por que suspira, siendo gateado,
entre las ruines mantas de una cama, digna del descarnado cuerpo de un penitente
anacoreta.
El vigilante huésped deja el
lecho al amanecer; echa un ojo atento y examinador ayudado aún del crepúsculo
sobre el campo en que pudiera avistarse alguna soldadesca en su busca; toma
mate, y ensilla su caballo para descubrir más horizonte o marcharse, si anda de
prisa. Cuando ha de permanecer arranchado por algunos días, si teme alguna
sorpresa, no aleja ni aun de día su caballo de las casas, y de noche no le
aleja de sí, dejándolo ensillado o al menos con el freno puesto.
En circunstancias tan peligrosas
e inseguras, él mismo duerme, ora solo, ora acompañado de la constante y curtida
compañera, a campo raso. Antes de partir, revista menudamente su apero, por
si es preciso remudar alguna pieza, como una abajera, un tiento, etc. Sobre
todo llama su atención el lazo y las bolas, que repara con el mayor cuidado
y prolijidad. El facón, aunque siempre cortante y aguzado, lo afila, por precaución,
si en la casa hay buena piedra.
Si es gaucho alzado o que no puede
llegar sino a casa de su confianza; porque haya cometido algún desaguisado,
como dar muerte a alguno, en justa o injusta lucha; haber peleado a la Justicia,
y quizá despachado al otro mundo al Alcalde que le perseguía; si es gaucho
de este jaez, excita desde luego más que en otro la simpatía del dueño de
casa, e interesa y mueve, sobre todo, la tierna sensibilidad de las damiselas
semihombrunas, fragantes a unto y requesón, que han admirado con vivo entusiasmo
sus ponderadas hazañas.
Estas piadosas mujeres le hacen
con un mal encubierto rubor sus presentes a la despedida. Esta noble y generosa
demostración, aumenta, como es de presumir, la gratitud del héroe que con
estudiada melancolía se ausenta de ellas. Le piden afanosas unas la rugosa
chuspa para surtirla de tabaco. Otras le proveen de yesca hecha de algodón,
o de retazos de alguna enagua hilachosa; cuya memoria la acepta, como una
favor distinguido, y como un conformativo de su flaca fidelidad y virtud,
el marrajo y aventurero gaucho. Le provisionan la maleta con alguna yerba
mate, papel para cigarros, algún fiambre asado, etc., y creciendo con la proximidad
de la separación las sensaciones penosas en las dueñas doloridas, el apasionado
andante abrevia el crítico momento. Se despide en ronca semicontrastada y
desapacible voz, afectando un dolor que no siente; promete volver a verlas
pronto, y presentarles los despojos de algún vencido caballero —y encarga
por último le alisten la muda de hato que deja, y que no den noticias de él,
si preguntare el Alcalde o los corchetes, por su persona—. Parte, y las tristes
y acuitadas y sin pudor doncellas hacen fervientes votos para que la Justicia
no le encuentre, y por que antes que tal desgracia acontezca, acuchille, sea
favorecido, y sin piedad y sin su menoscabo haga pasar de este al otro mundo
en buena o en mala hora a todos los Alcaldes, esbirros y Justicias de la tierra.
Cuando el gaucho tiene que pelear
en el acto, en medio del campo, por que tropieza allí con su adversario, o
por que salga de los ranchos en desafío; por la misma u otra causa lo que
sucede comúnmente por disputa en el juego o por querer apropiarse, de grado
o por fuerza, una ruin mujer; lo primero que hace, es manear bien su caballo,
de modo que queda perfectamente seguro y dirigiéndose al punto del combate
envuelto el poncho al brazo izquierdo, y el facón desnudo en la mano derecha,
preludia la pelea con algunos denuestos de los que ellos usan, cuando irritados
o por broma y petulancia, cuando no hirientes. Escaramucean algún tiempo,
y luego unen de frente el pie que avanza sobre el del contrario —a lo que
llaman pelear— pie con pie. Principia la riña, echándose atrás el sombrero
o bonete, por golpes de corte, que prefieren por lo regular, a la estocada.
Su destreza en abroquelarse con el poncho o en parar las cuchilladas con el
arma iguala, bajo este último aspecto, a la del mejor espadachín europeo.
Acontece, muchas veces, que llegan a un extremado cansancio, y hasta a acordarse
mutuamente treguas, sin haber llegado a herirse; no obstante, que el poncho
esté cribado, y el arma señalada, en mil partes, por la del contrario. Si
uno de los combatientes cae exangüe, o penetrado de una estocada, su adversario
suele perdonarle la vida, aunque no es extraño, que en vez de usar con él
esta noble generosidad, le ultime despiadadamente, rendido.
El gaucho en sus peleas ordinarias;
cuando un gran motivo de rencor o un ciego rapto de cólera, no le ponen las
armas en la mano y le deciden a matar; cuando sólo riñe por ebriedad o por
otras causas leves; se vanagloria, o como se dice entre ellos, tiene a gala,
herir en la cara a su contendor.
Su designio no es seguramente el
destruir la hermosura facial de aquél, sino el de imprimir en un rostro
detestable, la marca de su valentía.
Si es, en efecto, satisfactorio
y honroso para estos perdonavidas el distribuir liberalmente estas desfigurativas
señales; el recibirlas es una mengua, y el llevarlas un signo de menosprecio.
Para evitar, en lo posible, tamaño baldón, y agilitarse en los quites y manejo
del arma blanca corta, se ejercitan desde la edad de ocho o diez años, en
lo que llaman barajar, alguna vez con la mano limpia, pero lo más común, y
ya desde el principio, con cuchillo.
Por esta práctica continuada con
esmero y asiduidad, adquieren una gran facilidad, y soltura; mucha ejecución y
una flexibilidad pasmosa en la cintura, que es el eje de toda su acción y
movimiento. De aquí resulta el proverbio de cuerpo de gato, para designar entre
ellos, un hombre muy ágil y suelto de cuerpo.
En realidad, uno de estos cuerpo
de gato, batiéndose contra una espada o un florete, sería un enemigo
respetable. El poncho que por una parte garantiza el cuerpo del que lo lleva
puede contribuir por otra para separar el arma que es larga preparando un golpe
mortal al que la maneja. Los gauchos que son generalmente de mucha vista, ligereza,
y saben perfectamente el manejo del poncho, suelen, teniéndolo asido por una
punta, arrojarlo de súbito y con fuerza a la cara de su contendiente, y clavar,
en aquel instante indivisible, el cuchillo, dando muerte con él. Esta arma es
también en igualdad de circunstancias menos embarazosa, de mayor celeridad
ofensiva; proporciona más seguridad en la dirección que se le dé sobre la parte
a herir, y hasta puede usarse en un lugar estrecho, mejor que otra de mayores
dimensiones.
EL
GAUCHO, PEÓN O PAISANO (1847)
WILLIAM MAC CANN
Habré de referirme, ante todo, a
los habitantes de la provincia de Buenos Aires.
La palabra gaucho es ofensiva
para la masa del pueblo, por cuanto designa un individuo sin domicilio fijo y
que lleva una vida nómade; por eso, al referirme a las clases pobres, evitaré
el empleo de dicho término.
Los hábitos y sentimientos del
peón o trabajador criollo, se deben al estado mismo de la campaña. Yo me limito
a considerarlo desde el solo punto de vista de su aptitud para el trabajo y el
bienestar doméstico, que estimo como bases fundamentales a la riqueza y la
moral del. país. Me abstengo de indagar las causas de su situación actual, pues
basta a mi propósito el establecer los hechos tal cual son.
El paisano vive en una choza o
rancho, construido con barro, estacas y paja. El rancho se compone, por lo
general, de dos departamentos, uno de ellos destinado a cocina cuyos utensilios
he descripto; el otro se usa como dormitorio, y contiene dos o tres sillas
y un catre lecho; los paisanos más pobres se sirven de una especie de plataforma
dispuesta con estacas, tablas y trenzas de cuero, o bien de una piel de vaca,
estirada sobre cuatro postes clavados en el suelo. Colocan encima cueros de
oveja y lo cubren todo con una manta; suelen verse, a veces, algunas sobrecamas
limpias. Los trabajos de estos hombres se limitan a todo lo que hace relación
con los caballos y el ganado en general; todas las faenas las desempeñan sobre
el caballo y nunca trabajan a pie. Por eso no se les ocurrirá tomar un arado,
ni sembrar, ni cavar zanjas, ni cultivar una huerta, ni reparar la casa. Jamás
se ocupan en las tareas propias de la granja: sienten asimismo aversión por
las ocupaciones marítimas y las labores mecánicas; la caza y la pesca tampoco
les interesan. El paisano rehuye todo trabajo cuyo éxito dependa del transcurso
del tiempo; no sabe valorar éste y no lo cuenta por horas ni por minutos sino
por días; es hombre amoroso y su vida transcurre en un eterno mañana; tiene
hábitos migratorios y, por donde quiera se encamine, sabe que encontrará de
qué alimentarse, debido a la hospitalidad de las gentes. Si viaja —no siendo
en invierno— duerme al aire libre con el mismo agrado que en su propia casa.
Vive su vida activa siempre a caballo; si accidentalmente trabaja de pie,
lo hace para matar animales, poner cueros a secar, o reparar los arreos de
su caballo. Cuando está ocioso, se hallará siempre fumando o tomando mate.
Las mujeres se ocupan de la cocina y del lavado, pero trabajan apenas lo indispensable
para la subsistencia de la casa. Los hábitos son uniformes y los días se suceden,
todos iguales. El marido se levanta al salir el sol toma mate, empieza a fumar,
luego monta a caballo y sale al campo para cuidar el ganado hasta las diez
o las once; cuando vuelve a casa, la mujer ya tiene preparado el asado, de
vaca o cordero; después duerme su siesta y vuelve a montar a caballo para
repetir la misma faena. A tiempo de entrarse el sol, deja su trabajo y vuelve
a cenar; consiste la cena en un plato de puchero al que se añade, a veces,
un trozo de zapallo. En general no gusta de las legumbres y el pan constituye
para él un lujo que raramente puede satisfacer.
EL GAUCHO
(1850)
XAVIER MARMIER
...un ruido de hierros se deja
sentir en el pavimento de la calle y un caballo que ha llegado al galope se
detiene bajo la mano vigorosa del jinete, como si clavara las patas en el
suelo. Es un caballo de estancia, montado por un gaucho. Aquí está el verdadero
soldado de la América del Sur, el hijo de la pampa con toda su masculina belleza.
El campesino del Río de la Plata, cuando camina, tiene el andar pesado, el
aspecto humillado de un hombre que sufre un castigo. Para recobrar sus fuerzas
no necesita, como Anteo, el contacto de la tierra, sino de los flancos de
su caballo que él mismo enlazó en una manada salvaje y subyugó con audacia.
Menos ágil que el beduino, menos gracioso que el árabe, menos imponente que
el turco, el gaucho tiene traje y aspecto que impresiona de modo singular.
Bajo el sombrero de paja blanca se dibuja su rostro viril, bronceado por el
sol y encuadrado por una masa de cabellos negros. Cubre su pecho una blusa
de colores vivos y sobre sus espaldas cuelga el poncho de lana tejido en la
chacra, que deja libre el movimiento de los brazos. En el cinturón de cuero
lleva un ancho cuchillo del que se sirve con la misma destreza para carnear
un buey que para degollar un enemigo; el cinturón está constelado de patacones
y monedas de oro, que constituyen su fortuna. Si en los juegos de las pulperías,
la suerte le es adversa, desprende con su cuchillo, una tras otra, las piezas
de oro y plata y va arrojándolas sobre la mesa hasta que agota su tesoro.
Un chiripá rojo —especie de manta oblonga anudada a la cintura y que cae en
pliegues triangulares— cubre sus piernas hasta las rodillas, de donde salen
los extremos del calzoncillo blanco, cribado. A veces, los flecos del calzoncillo
caen sobre los pies descalzos, curtidos al aire y al sol; otras veces, sobre
botas altas, europeas. Pero más a menudo se arregla a la antigua usanza del
país: con el cuero de las patas traseras de un caballo, cortado a la altura
del jarrete y sobado con arena, para hacerlo flexible, se hace un par de botas
sin costura que, dobladas por la mitad, cubren la pantorrilla y la planta
del pie, dejando solamente al descubierto el dedo grande para apoyarlo en
el estribo. Así equipado, nada le falta para gozar de la vida plenamente.
Tiene dinero para divertirse en la pulpería, un puñal para defenderse, un
caballo para ir donde quiere y un recado que le sirve de cama y almohada en
pleno campo. Nada tiene que envidiar a las concepciones artificiosas de la
civilización y es el hombre libre por excelencia, rey de la naturaleza salvaje.
No es el gaucho, como se cree habitualmente, un salvaje vagabundo. Es el habitante
de la campaña, el campesino
de un país muy diferente al nuestro por su naturaleza, y que se adapta a la
región en que vive, con diversos modos de ser y existir. Hay cauchos propietarios
que por sí mismos administran y explotan sus estancias, así como hay cauchos
que cultivan y siembran la tierra y trabajan como zanjeadores; otros construyen
palizadas para cercar chacras y quintas. Los hay también que son de origen
inglés y alemán, pero la mayoría desciende de los antiguos colonizadores españoles
y, salvo pequeñas alteraciones, todos hablan muy bien el español.
EL
GAUCHO (1855-1860)
PABLO MANTEGAZZA
El gaucho o el argentino de la
campaña, es un hombre alto, enjuto y moreno. Apenas puede tenerse en pie,
después de apartado del pecho materno, se le coloca a caballo en la delantera
de la silla paterna y aprende así al mismo tiempo, a conocer el suelo que pisa
y el fiel animal que ya no abandonará hasta la muerte. Aislado de los amigos y
de las ciudades por inmensas distancias, no posee otros medios de reunirse al
común consorcio de los hombres, que su caballo; sustentándose con la carne
libre y salvaje que anda por las llanuras, no tiene otro artificio, para
procurarse alimento, que su caballo; verdadero árabe de América, posee con este
nobilísimo animal el instrumento más indispensable para la vida, la fuente de
riquezas, el amigo inseparable en el reposo y en el trabajo, en la guerra y en
la paz.
El gaucho pasa más de la mitad
de su vida sobre el arzón, y a menudo come y dormita sobre la silla. A pie camina
mal, y al arrastrar las inmensas rodajas de sus pesadísimas espuelas, que le
impiden caminar como nosotros, parece una golondrina desterrada y sujeta a
morar en la tierra. Hasta hace pocos años, los mendigos de Buenos Aires pedían
limosna a caballo, y más de una vez he visto al gaucho subir a caballo para ir
hasta el fondo del corral y traer agua del pozo...
...La abundancia de caballos es
la causa de que nadie se preocupe de evitarles el cansancio, y el gaucho va
casi siempre al galope, muy raras veces al tranco. Sin fatigarse puede recorrer
durante varios días continuos ciento veinte y hasta ciento ochenta millas
cada veinticuatro horas, cambiando caballos. Después de algunos de residencia
en Entre Ríos, ya no me asombraban más tales proezas, porque yo mismo podía
recorrer noventa millas sin cansarme, en el espacio de once horas y bajo el
cielo abrasador de diciembre.
De esta sola necesidad de vida
aérea, sacan forma y medida mil elementos de la vida física y moral del
gaucho, desde su esqueleto hasta la más tierno expansión de sus sentimientos...
Las tibias del gaucho son muy
encorvadas por su presión continua sobre el cuerpo del caballo y la tensión
prolongada de los músculos.
Sus músculos lumbares y los
demás que mantienen erguido el cuerpo, están tan desarrollados, que hacen
sospechar antiguas monstruosidades en lo que no es sino natural.
El gaucho detesta por instinto
la agricultura, la industria y todo lo que le obliga a trabajar de a pie o
sentado. Por consiguiente, es carnívoro por excelencia.
Para componer su vestido, ha buscado
todo lo que pueda hacerle más cómodo su modo de vivir. Los pantalones lo aprietan,
la corbata lo oprime; necesita aire y libertad. Rasga en el medio un trozo
de paño y pasando la cabeza por la hendidura hace una especie de casulla que
llama poncho', otra tela (chiripá) le ciñe la cintura y cae en amplios pliegues
sobre los muslos, dejando desnudas las piernas, que cubre con botas de potro,
o calzado sin curtir fabricado con el cuero de las patas del caballo. Este
vestido elemental del gaucho no necesita costuras ni cortes artísticos, y
es el más simple, el más cómodo que pueda improvisarse cuando no se dispone
sino de una tela y un cuchillo. Esta manera argentina de vestir ha sido después
modificada por las modas europeas. que se van infiltrando lentamente como
demostración de la influencia niveladora y omnipotente de las razas dominantes,
pero contra la introducción del pantalón, el argentino de la campaña luchará
mucho tiempo, pues antes de que abandone el poncho pasarán todavía muchos
siglos.
Un hombre que vive la mayor
parte del tiempo sobre el lomo del caballo, no puede dedicar mucha atención a
la arquitectura de su casa.
Ésta se reduce en su forma más
simple a una choza de juncos y de ramas (rancho de totora). La precede, en
orden jerárquico, una casucha con armazón de gruesos troncos embadurnados
de barro (rancho de estanteo); sigue el rancho de adobe, construido con ladrillos
crudos secados al sol. El pavimento de todas estas casas es la arcilla y desnuda
tierra de nuestros padres, y si la fecunda naturaleza del país no hace brotar
en ella árboles y flores, es porque la pisan continuamente sus habitantes.
Estas construcciones no necesitan arquitectos, y el caucho hace de albañil
y de ingeniero, y derriba y reconstruye su propia casa con la mayor facilidad.
Algunas veces, al tomar posesión de un terreno, comienza por plantar en el
suelo, aún cubierto de un tapiz herboso, cuatro troncos de árboles sobre los
que sujeta un telar de madera y teje un plano de tiras de cuero sobre las
cuales extiende su lecho; cubre después estos cimientos de vida social, con
un techo de juncos sostenido por algunos palos, que hasta algunos días antes
eran mimosas de hojitas recortadas y elegantes. Muchas veces la falta de lluvia
impide al habitante de esta jaula hacer barro para rellenar las paredes de
su propia casa, y durante muchas semanas vive con su familia en una vida más
que pública, expuesto a todos los soplos de la rosa de los vientos y poniendo
en práctica el deseo de aquel filósofo antiguo, que hubiese querido vivir
en una casa de cristal, para que todos pudiesen examinar su conducta...
El moblaje y los utensilios de
la casa del gaucho están reducidos al término mínimo, y algunas veces no se
encuentra más que una mesita, una silla, una especie de chafarote para asar
la carne (asador) y una cafetera para preparar el mate. En las casas más pobres,
el lecho está formado por la silla nacional (recado), la que con las diversas
partes que la componen (sudadero, jergón, carona de vaca, jerga, carona de
suela, lomillo, cincha, pellón, sobrepuesto, o sobrepellón y sobrecincha)
permite al argentino improvisar una cama aun en medio del desierto.
La puerta del rancho es a menudo
una tabla desunida o un cuero de caballo o de buey; otras veces falta por
completo.
Recordaré siempre que durante los
primeros tiempos de mi estada en América, al entrar a la choza de un rico
estanciero que había solicitado mis servicios, fui acogido en las frases sacramentales:
Pase usted adelante, tome usted asiento. Miraba a mi alrededor, buscando inútilmente
con los ojos un asiento para satisfacer el deseo cortés de aquella buena gente,
y acabé por sentarme en el lecho, sin imaginarme jamás que algunos prismas
de madera, tallados quizás por una mano preadámica, estuviesen destinados
al reposo del cuerpo humano.
Esta sordidez contrasta a menudo
con las riquezas de los propietarios, y siempre con el lujo oriental con que
adornan sus caballos. El gaucho se resuelve con frecuencia al inmenso sacrificio
del trabajo, para economizar algún dinero y destinarlo a adornar su ídolo,
de modo que su casa puede estar sin puertas y sillas, pero las riendas de
su parejero (palabra honorífica que distingue al caballo de carrera), estarán
cargadas de plata, y lo mismo el pie, calzado con el botín de montar, del
que salen las puntas del pulgar y del índice, brillará con dos inmensas espuelas
del mismo metal. He visto un par de estribos fabricados con ochenta libras
de plata, y he conocido un coronel que no sabía leer ni escribir, pero que
llevaba sobre el caballo un valor de quince mil liras en metales preciosos.
EL
GAUCHO (1857-1860)
HERMANN BURMEISTER
El modo de vivir y traje de esta
población campera originaria es también sumamente extraño. Los gauchos se
alimentan casi exclusivamente de carne de vaca asada (asado), que ensartada
en una varilla se cocina al fuego, prefiriendo las costillas así como los
delgados músculos ventrales (matambres) a cualquier otra carne del animal.
El asado se corta delante de la boca y se come sin pan. Muchos gauchos conocen
el pan sólo de nombre, a lo sumo lo reemplazan con un hervido de granos de
maíz pisado llamado mazamorra. En general, son sobrios, no comen mucho, pero
muy ligero y pueden pasarse sin alimento mucho tiempo, sin cansarse, lo que
debe atribuirse a la nutrición en que predomina la carne. Para reponerse toman
mate, en la forma indicada en la Banda Oriental por medio de la bombilla,
succionando despacio la infusión y se entretienen entre ellos con esto, haciendo
circular de mano en mano el porongo.
Viven en malas cabañas de ramas
revocadas con barro (rancho) que por regla general sólo tienen una cama, un
par de sillas y a veces una mesa. Se trasladan casi exclusivamente a caballo,
usando una silla de montar compuesta de varias mantas o jergones y un pequeño
y mal arzón (recado), cuyo conjunto forma un acolchado o almohadón, sobre
el que se sientan. Éste les sirve al mismo tiempo de cama, pudiendo acampar
y descansar a la intemperie en cualquier momento.
Su vestimenta consta de una mezcla
bizarra de piezas europeas e indígenas, que ha formado poco a poco un tipo
fijo e invariable. Del europeo ha adoptado o conservado el gaucho la camisa
y el pantalón, aunque éste ya algo reformado, usándolo como calzoncillo muy
ancho y adornado abajo en el borde con unas aplicaciones de puntillas, a la
cual agregan los ricos, varias franjas de flecos cosidos sobre el género blanco.
El gaucho usa dos calzones, uno más grueso debajo del otro más fino y decorado,
ambos de tela blanca de algodón. La camisa puede ser de color o de varios
colores combinados, aunque se considera más elegante la camisa blanca. Lo
demás de la indumentaria del gaucho procede del indio, sobre todo el chiripá,
que es una manta gruesa de algodón o lana de varios colores, adornada con
figuras de animales, como ser perros, caballos, ciervos, etc. Ésta se toma
entre las piernas y se alza primero por detrás y luego por delante, alrededor
de la cintura, sosteniéndola por medio de un cinturón. La forma del cinto
es muy variable. El gaucho pobre sólo tiene una cinta ancha de algodón o una
faja o banda, que se ata por delante y cuyas extremidades deja colgar a un
lado a lo largo del muslo.
El de mejor posición, sobre la
faja lleva un tirador, que es otro cinturón ancho de suela, bordado y cosido con
hilos de colores, que se cierra por delante por medio de grandes botones, los
que se reemplazan con antiguos pesos de plata españoles. Atrás, sujeto por el
cinturón lleva un gran cuchillo de más de un pie de largo, que nunca deja y usa
en parte como arma, en parte para los más variados quehaceres, tanto para comer
como para el trabajo con tiras de cuero crudo, trenzando arreos para el
caballo. Encima de todas estas ropas se pone el gaucho sobre las espaldas el
poncho, que es también una manta, por lo general de lana, provista en el medio
de una boca longitudinal de un pie de abertura, por la cual se pasa la cabeza.
Tiene siempre un color vivo y chillón, con preferencia colorado, después azul o
marrón claro, más raro amarillo o verde, adornado con tres fajas longitudinales
de color distinto, de las que la del medio pasa por el centro donde se halla la
boca.
Los ponchos no los usan los
gauchos solamente, sino también los demás argentinos, sobre todo en viaje,
resultando una pieza cómoda y útil a la que pronto se acostumbran con placer
los extranjeros. Chiripá y poncho eran las piezas del vestido de los antiguos
peruanos y todos los indígenas de cierta civilización. Se tejían entonces de
lana de vicuña y las hacían las mujeres. Aun ahora se confeccionan en el Perú,
en su natural ocre amarillento con tres listas rojas y se papan caros por ser
artículos valiosos.
...Los gauchos pobres por lo
general andan descalzos o se protegen los pies con una media de cuero, por cuya
extremidad asoman solamente los dedos. Estas medias llamadas bofas de potro, se
las prepara el gaucho mismo usando el cuero de las patas de caballos, que al
sacarles el cuero corta justo al cuerpo. Después las ablanda en agua, hasta que
se separa el pelo y se las ponen mojadas, pasándoselas por el pie hasta la
pantorrilla y dejándoselas secar encima. Esta media, bien ajustada a la pierna.
al secarse, queda adherida hasta que hecha pedazos con el uso, se les cae. Los
gauchos menos pobres usan botas altas a la moda europea, unos de suela natural
sin teñir, otros de cuero negro, pero no usan betún y tienen por eso siempre un
aspecto un poco descuidado.
En los pies ostentan enormes espuelas
de hierro o de plata, que se apoyan sobre unos redondeles aplicados sobre
el talón. Éstas tienen rodajas de 3 a 4 pulgadas de diámetro con puntas fuertes
pero mochas, de más de una pulgada de largo. Aun a los que andan descalzos
nunca les falta espuelas, aunque frecuentemente sólo llevan una sola en uno
de los pies. Sin espuelas nunca sale el gaucho de viaje, tienen que oír el
sonido, lo mismo que su caballo o su muía, que es excitada por el continuo
tin-tin de las rodajas al poner en juego su resistencia. Esta música, sobre
todo en las marchas, se hace poco menos que inaguantable para un oído delicado.
Todos los gauchos llevan siempre
la cabeza con un sombrero de fieltro o de paja, pero es pequeño y no oculta
toda la cara. Por eso en el verano se ponen un pañuelo de color debajo del
sombrero en contacto con la cabellera y se atan al cuello por delante las
puntas libres. Esta tela sirve de protección contra los rayos ardientes del sol
y refresca embolsando el aire que viene de frente al andar a caballo,
corriéndose hacia la nuca. Lo he experimentado como un medio probado para
habituarse a soportar el ardor del sol durante las marchas.
Así vestida y de tal calidad era
la gente con la cual me encontré en la primera estación saliendo de Rosario.
No había mujeres entre ellos, por eso tampoco hablo de éstas. Por lo demás
sería innecesario, porque en lo referente a su aspecto exterior, tienen las
mismas fisonomías que los hombres, aun cuando son más frecuentes las caras
indígenas, por lo menos se notan más esos rasgos entre ellas. Su pelo duro
renegrido y lacio y la hilera de finos pelitos en las sienes más marcada que
en los hombres, las distingue con mayor facilidad. Todas usan la indumentaria
europea, una camisa, una enagua y un vestido. Las dos primeras prendas confeccionadas
siempre en tela blanca de algodón, la última de percal en colores estampados.
Los colores preferidos son el violeta y el rojo, vestidos verdes, amarillos
y azules poco se ven. Está mal visto llevar camisas o enaguas de color y ninguna
mujer, aun la más humilde, se las pondría. Toda la ropa interior tiene que
ser blanca. Se cubren la cabeza con una gran pañoleta de lana o de algodón,
que se bajan en la frente hasta los ojos y cuya punta más larga se la pasan
de derecha a izquierda por sobre el hombro, de modo que por delante les cubre
el cuello y la boca hasta la nariz, quedando de este modo oculta casi toda
la cara, con excepción de los ojos. Las que se quieren ocultar más, se corren
la pañoleta por encima del ojo derecho y sólo dejan libre el izquierdo. Así
se envuelven también las famosas tapadas, a quien nadie osa incomodar. En
otros tiempos solían envolverse aun las damas de las clases más elevadas y
no es raro verlas hoy en día en el teatro así como en la calle, sobre todo
en Lima.
Todas las mujeres morochas de la
clase baja, no importa que sean jovencitas o entradas en años, se denominan
chivitos o chinas, en el lenguaje de las clases superiores. Ésta es casi como
gringo, una denominación, que no se escucha con agrado. Entre estas chinas,
como entre los gauchos se encuentran todos los tintes imaginables, pero rara
vez se ven caras bien bonitas o hermosas. Sólo en la primera juventud tienen
cierta frescura y un algo que interesa, pero pronto lo pierden entre el desaseo
y las privaciones que suelen sufrir. Lavarse y asearse poco se estila, cuando
más lo hacen los domingos para ir a misa y divertirse en la tarde y en la
noche con sus festejantes y enamorados.
Muchos gauchos tocan la guitarra
y se acompañan cantando, en tonos altos de falsete, melodías poco variadas
y en general melancólicas, que otros bailan en parejas, con sus dulcificas,
al compás de la canción. Ejecutan muchos cantos y bailes nacionales que llevan
nombres muy variados, pero casi todos resultan en definitiva movimientos cadenciosos
de avanzar, retirarse y luego girar alrededor de los danzantes. La zamacueca
es el más afamado de estos bailes.
UN
GAUCHO (1867)
WILFREDO LATHAM
Su cara era tostada a la
intemperie, su largo, negro apelmazado cabello, llegando hasta los hombros, se
confunde con la barba. Rara vez está fuera del lomo del caballo. Su traje lo
constituye un largo y ancho calzoncillo, y una pieza llamada chiripá en vez de
calzones, sostenido en la cintura por una faja tejida, un cinto de cuero con
los bolsillos, en el cual atraviesa, por la espalda, un largo cuchillo; una
camisa y un poncho, un pañuelo de colores en la cabeza y un sombrero de
fieltro.
La piel de las patas de un potro,
peladas, secadas y ablandadas por medio de frotarlas, le sirven de botas,
formando el jarrete el talón, quedando fuera el dedo grande y el segundo.
Usa enormes espuelas de fierro con ruedas de tres pulgadas de diámetro, y
rara vez ha conocido más cama que su recado, tendido en el suelo, sirviéndole
de cobijas el poncho y las jergas, de modo que el ajuar de su caballo, constituye
el moblaje del gaucho.
UN
GAUCHO (1870)
ROBERTO B. CUNNINGHAME GRAHAM
Río de la Plata: así llamábamos
al país, en ese entonces, por allá en 1870, cuando todavía el nombre de Rosas
inspiraba temor entre los cauchos más viejos, o tal vez, para decirlo con
mayor propiedad, les parecía ser el de un dios tutelar.
Cuántas veces los he oído, ya en
la frontera meridional de la provincia de Buenos Aires, que entonces estaba
en Bahía Blanca, y también en el Oeste, cerca de Tapalqué y del Fortín Machado,
después de clavar su facón en el mostrador de la pulpería, y de despachar
de un trago un vaso de caña, gritar: ¡Viva Rosas!, añadiendo una o dos maldiciones,
probablemente por motivos de eufonía. El inolvidable jefe, tipo de todos los
vicios y virtudes de su clase, gaucho genuino, si los hubo, capaz de echar
el sombrero al suelo y de alzarlo al galope, sin apoyar la mano en la silla,
indiferente al gasto de la vida humana y pródigo en derramar sangre, hacia
poco que había muerto, convertido en un pacífico burgués, cerca de Southampton;
empero su espíritu díscolo aún sobrevivía. El país acababa de salir o estaba
saliendo de la guerra con el Paraguay. La corriente de inmigración, que desde
entonces ha realizado tan numerosos cambios en aquellas tierras, comenzaba
a invadirlas. La harina era importada de Chile y de Norteamérica, la carne
costaba diez centavos por kilo en la capital. Los enormes campos de pan llevar,
que hoy extienden sus cultivos por leguas enteras, yacían eriales; sólo aquí
y allí, en chacras diminutas, algún vizcaíno emprendedor sembraba unas pocas
fanegas, azuzando sus bueyes con un mazo, sentado sobre el yugo, las piernas
colgantes entre los cuernos de sus animales, o a horcajadas sobre un mancarrón,
aguijoneándolos con una clavo engastado en una tacuara (larga caña). Las gentes
del país los contemplaban como sin duda a Triptolemo los primitivos habitantes
de Acaya. Los extranjeros, que sin excepción se dedicaban a la cría de carneros
o de ganados, medio admiraban y medio despreciaban al labrador agrícola, aunque
iban a casa de él los sábados en busca de pan.
La gente se alimentaba
exclusivamente con carne ("carnero no es carne", solían decir), lo
que da la medida del progreso en aquellos lugares. Mate y carne, y carne y
mate, y de vez en cuando un saco de redondas galletas, tan duras como las
piedras de las calles en el sur de España, en Marruecos, en Persia, en Turquía
y en otros países, en que las gentes hablan y hablan del progreso, sin darse
cuenta de lo que es..., felizmente para ellas; puchero y asado, hecho este
último al fuego vivo, en un asador, que era el único utensilio culinario, fuera
de una olla de hierro y una caldera de estaño, que nunca faltaba en los ranchos
de las pampas.
He aquí la lista completa de nuestros
manjares, o menú, que diríamos en moderno. El asado lo comíamos con nuestros
cuchillos, cortando un gran trozo, teniendo cuidado de no tocar el centro
de las postas, y luego, mordíamos la presa entre los dientes, y cortábamos
cada bocado a ras de los labios, con cuchillos de doce pulgadas. El puchero,
consistía en carne cocida, por regla general, porque si teníamos una mazorca
o dos de maíz, una cebolla o una col para condimentarlo, era ya un festín:
nos restregábamos los dedos en las botas, y limpiábamos los cuchillos clavándolos
en el techo pajizo, generalmente hecho de cañas de paja brava, que era el
nombre dado en el país a la yerba pampera. En el techo había clavadas estacas
de ñandubay o cuernos de venado, de los que colgaban los muebles, es decir,
las riendas, cabezales, boleadoras, lazos y demás enseres en que se complacía
el orgullo del gaucho. Los asientos eran cabezas de buey o bancos bajos de
madera dura, casi siempre de chañar o ñandubay, puestos sobre el suelo, de
barro reseco, pisado y vidriado con boñiga. El humo se alzaba en espirales
del fogón, prendido en el suelo mismo, en el propio centro de la estancia,
sobre una o dos piedras, o, en raras ocasiones, encerrado dentro del arco
de una llanta de rueda desvencijada. Las vigas, el techo pajizo y las delgadas
tiras de cuero, que servían de clavos, estaban negros y abrillantados por
el humo, que llenaba la casa con una atmósfera como la de las chozas en que
usan carbón de turba, en las Hébridas. Fuera, en el palenque, todo el santo
día, un caballo ensillado pestañaba al rayo del sol, la cabeza colgante como
si estuviera medio muerto: pero si algún gringo aturdido se le acercaba más
de lo mandado, el animal revivía, irguiéndose con resoplido bravío y sacudiendo
el cabestro. El palenque deslindaba los límites del hogar; al otro lado de
él, tanto la etiqueta como la prudencia mandaban al extraño que no pasara
sin un ceremonioso "Ave María purísima", contestado con un "Sin
pecado concebida"; a esto seguía la invitación a apearse y a atar el
montao; luego, ahuyentados los perros, que mantenían al viajero como a un
barco rodeado por la tempestad, ya a caballo, o al lado de su flete, el dueño
de casa franqueaba el paso a su huésped. Se entraba en la cocina, que servía
de comedor y de cuarto de recibo. Una vez sentados sobre cabezas de buey,
comenzaba el desgrane de noticias: que ya la revolución había estallado en
Corrientes, o que algún caudillo conocido recogía caballos y reclutaba gente
en Entre Ríos o en la Banda Oriental del Uruguay, que los Colorados habían
tomado Paysandú, que los Blancos habían triunfado en Polanco o en algún otro
lugar, o que éste o aquel gobernador había sido asesinado.
Luego se hablaba de caballos, de
las marcas con que estaban herrados, del precio del ganado en Concepción del
Uruguay, y de si era cierto que Cruz Cabrera había muerto a Juan el Velludo, y
de cómo era que, si acaso era cierto, en el Monte del Yi quedaban matreros, y
de muchas cosas de esa laya, de suprema importancia en el campo; luego, servían
el mate, mientras conversaban al amor de la lumbre.
Levantado el cuero de yegua tendido
a guisa de puerta, aparecía una china, o una negra, y después de hacer sus
venias, recibía la yerba tomada de un saco hecho de un buche de avestruz,
ponía el caldero al fuego, se sentaba en un banco, abriendo las rodillas como
si fuera a partirse en dos, y se inclinaba para soplar el fuego; cuando el
agua hervía, ponía la yerba en el mate, ajustando la bombilla de lata en posición
vertical, operación que requería alguna habilidad, y después de verter el
agua, empezaba a chupar el tubo, escupía al suelo las primeras chupadas, hasta
dejar el aparato corriente; luego, después de tomar un mate por su propia
cuenta, lo pasaba de mano en mano entre los convidados, con cierta nimia distinción.
Mientras todos chupaban el brebaje, hasta dejar el mate seco, la muchacha,
de pie todo el tiempo, solía deslizar la mano distraídamente entre sus largos
cabellos, o entre sus motas negras, como en busca de algo, en tanto que con
un pie descalzo se rascaba la otra pierna. Luego volvía a ponerse en cuclillas,
llenaba el mate, y después del chupón inevitable, para cerciorarse del tiro
de la bombilla, comenzaba de nuevo a pasarlo a la redonda. Esto se llama "servir
el mate", y la muchacha que lo servía guardaba, durante la ceremonia,
un silencio solemne, como si cumpliera algún rito. Si el dueño de casa no
tenía hija, o mujer, o muchacha, servía él mismo el mate, pero no lo pasaba
de mano en mano; sentado junto al fuego lo llenaba, veía si tiraba bien y
se lo pasaba al otro. El mate circulaba hasta que la yerba perdía su sabor,
que era áspero, amargo y acre, y que, en el campo, nunca se tomaba con azúcar,
sino cimarrón.
La conversación se generalizaba;
se hablaba de la invasión de los indios, de que los infieles, en su última
entrada, habían quemado el rancho de Quintín Pérez, de que se les había visto retirándose
a la luz de las llamas, hacia Napostá, arreando una caballada por la huella que
va al Romero grande, costeando el estero del Oeste.
Los hombres que en estos decires
se entretenían eran por lo general altos, cenceños y nervudos, con no pequeña
dosis de sangre india en sus enjutos y musculosos cuerpos. Si las barbas eran
ralas, en desquite el cabello, luciente y negro como ala de cuervo, les caía
sobre los hombros, lacio y abundante. Tenían la mirada penetrante, y parecía
que contemplaban algo más allá de su interlocutor, en horizontes lejanos,
llenos de peligros, rondados por los indios, en donde a todo cristiano le
incumbía mantenerse alerta con la mano sobre las riendas. Centauros delante
del Señor, torpes a pie como caimanes embarrancados, tenían, sin embargo,
agilidad de relámpago, cuando era necesario. Parcos en el hablar, capaces
de pasar todo el día a caballo, uno al lado del otro en las llanuras, sin
cruzar palabra, excepto alguna interjección como "jué pucha", si
el caballo tropezaba o se espantaba porque una perdiz saltaba a sus pies.
Se enfurecían fácilmente echando
espumarajos por esas bocas y pidiendo sangre a voces; un instante después
(pasada la tormenta) tornaban a ser los mismos graves centauros de antes.
Así, los mares tropicales, tan tranquilos como si nada pudiera alterar el
lento y prolongado balanceo de sus ondas, se encrespan, se cubren de espuma,
rugen y se tragan a los barcos; luego, tras el furor de la tormenta, arrojan
los cadáveres de los náufragos en la arena de la playa, tan suavemente, que
las olas parecen acariciarlos mientras flotan en la marejada.
Tales eran los centauros de
aquellos días, vestidos de poncho y de chiripá. Calzaban botas de piel de
potro, hechos los talones del corvejón, dejando salir los dedos para agarrar el
estribo, formado por un nudo de cuero.
Su estado de gracia espiritual
interna era una mezcla extraña de cristianismo contenido en su desarrollo,
matizado de supersticiones; su temple de ánimo era melancólico. La alegría no
arraiga en aquellas desiertas estepas; esto sucede generalmente con los
habitantes de las llanuras, cuya vida se pasa solitaria, ya en grupos de
tiendas, como entre los árabes, ya en ranchos aislados como en las pampas del
Sur.
Hasta sus mismos bailes eran lentos
y acompasados, ya los nacionales, cielitos, gatos o pericón, ya el vals importado,
que danzaban meciéndose a un ritmo peculiar y característico, rastrillando
las espuelas por el suelo, como le arrastra un pavo las alas a su hembra.
Era en los bailes donde aparecía el improvisador (a quien los gauchos llamaban
payador) en toda su gloria; punteaba la guitarra, cantaba sus coplas en falsete,
prolongando la última nota de cada verso para darse tiempo de comenzar el
siguiente con un nuevo epigrama. Si por mala suerte se presentaba otro payador,
éste aprovechaba la ocasión para contestar en competencia, hasta que, como
a veces sucedía, el que agotaba primero su inspiración, rasgueaba de un golpe
todas las cuerdas de su guitarra, la ponía en el suelo, y se incorporaba diciendo:
“Ya basta, “ahijuna”, vamos a ver quien toca mejor con el cuchillo",
y sacando el facón con un revés de muñeca, se ponía en guardia. Generalmente,
el otro payador no tardaba en imitarlo, y entre ambos contendores, después
de envolverse los ponchos apretadamente en el antebrazo izquierdo, que mantenían
al nivel del pecho para proteger las partes vitales, adelantaban el pie izquierdo,
cargando con todo el cuerpo sobre el derecho, y empezaba la lucha. Se inclinaban
a derecha e izquierda, recogiendo a veces puñados de tierra que trataban de
echar a los ojos de su enemigo, para arrojarse sobre él.
A veces la pelea duraba media hora.
Los héroes se injuriaban, como sus prototipos ante los muros de Troya; otras
veces —como me sucedió la primera vez que me cupo en suerte presenciar una
de estas riñas— la batalla terminaba en un instante: quedaba un hombre clavado
contra la pared y el otro tendido en tierra con las entrañas esparcidas por
el suelo. Los espectadores de tales sucesos hacían memoria de ellos como del
día en que había habido "mucha tripa al sol en lo de Tío Chinche".
El día servía para fijar fecha, como si se tratara de la Pascua florida, o
de la Navidad o de cualquiera otra fiesta de la Iglesia. No porque la Iglesia
entrara mucho en la vida de aquellos recios jinetes; la verdad es que rara
vez se casaban por la sacristía; de cuando en cuando llegaba algún obispo
en visita pastoral, sentado tras de cortinas de cuero, en algún viejo "coche
de colleras", arrastrado por siete caballos. En el primero, el de varas,
jineteaba "el cuarteador", que era un chico que con un lazo atado
a la cincha de su caballo galopaba adelante para pilotear el vehículo. Las
gentes parecían despreocupadas cuando hablaban del Papa o de Tata Dios con
aquella sutil ironía de los gauchos, que no deja adivinar si hablan en serio
o en burla.
Lo cierto es que en esas ocasiones
había un enganche general de parejas, que, según la Iglesia, habían vivido
en pecado mortal. Se bautizaba a los chicos, que desde su nacimiento nunca
habían tenido otro trato con el agua que el de algún aguacero inesperado.
Muy escasa vida interior se vivía
en las llanuras. Poca religión, y no poca superstición tenían aquellos hombres,
de los que Hudson, nacido él mismo en la Pampa y empapado en la melancolía
de los gauchos, ha descrito en ese su estilo tan sutil, tan vecino de la poesía
en espíritu, y tan perfecto como arte en la prosa, tal como el efecto de la
sombra del ombú o la ciudad mística de Trapalanda, adonde cabalgan los indios
cuando terminan el último galope. En cuanto a "las ánimas", sí existían,
pero vagamente. Jamás molestaban a nadie, de suerte que en lo espiritual,
la vida de los gauchos tenía tan pocas líneas como tuviera el mapa del mundo
pintado por Ptolomeo. Con excepción de los árabes, pocos pueblos han sido
tan completamente materiales en su vida; pero es curioso observar que a ninguno
de los dos pueblos le ha faltado dignidad en sus personas o en su mente. Los
dichos familiares de la pampa, como el de "el ternero sarnoso que vivió
todo el invierno y murió en la primavera" o "nunca faltan encontrones
cuando el pobre se divierte" o "no arribes a ranchos donde veas
perros flacos" y otros de la misma laya, llevaban a una filosofía humilde
pero bondadosa y a una ausencia absoluta de envidia, puesta de manifiesto
por uno que, habiendo sido reclutado para el servicio en las fronteras, muy
lejos de su casa, encontró a su vuelta un chico rubio entre los suyos, y observó:
"Un inglesito que nos ha deparado Dios", y lo trató como si fuera
uno de sus propios hijos.
Me separo de los gauchos con el
dolor natural de quien, por haber pasado entre ellos su juventud, aprendido
a tirar el lazo y las boleadoras, a montar de un salto, a resistir los rigores
del calor y del frío en aquellas llanuras solitarias, tiende los cansados
ojos sobre el turbio espejo de los tiempos que ya fueron
Sitio
realizado porTradiciongaucha.com.ar
- 2000
|