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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
NUESTRAS
TRADICIONES EL AMBIENTE |
RANCHO
(1817)
SAMUEL HAIGH
Su rancho es pequeño y cuadrado,
con pocos postes de sostén, y varillas de mimbre entretejidas, revocadas con
barro, y a veces solamente protegido por cueros. El techo de paja o juncos, con
un agujero en el centro para dar escape al humo; pocos trozos de madera o
cráneos de caballos sirven de asientos; una mesita de dieciocho pulgadas de
altura, para jugar a los naipes, un crucifijo colgado en la pared y a veces una
imagen de San Antonio o de algún otro santo patrono, son los adornos de su
morada. Pieles de carnero para que se acuesten las mujeres y los niños y un
fueguito en el centro, son sus únicos lujos; el gaucho en su casa siempre
duerme o juega ...
Si el tiempo está lluvioso, la
familia y los visitantes, perros, lechones y gallinas se juntan dentro del
rancho en promiscuidad; y cuando el humo de leña mojada generalmente llena la
mitad del rancho, las figuras, en esta atmósfera opaca, semejan los fantasmas
sombríos de Osián. Pocos frutales a veces se encuentran cerca del rancho. La:
mujeres gauchas se visten con camisas de algodón burdo, enaguas de bayeta o
picote azul, que dejan descubiertos los brazos y el cuello; cuando salen a
caballo usan chales de bayeta de color vivo y sombreros masculinos de paja o
lana. Se sientan de lado a caballo y son tan buenos jinetes como los otros. Las
mujeres se ocupan en cultivar un poco de maíz que les sirve de pan;
también cosechan sandías y
cebollas y tejen bayetas y ponchos ordinarios. El uso del tabaco es común en
ambos sexos: lo consumen en forma de cigarrillos con tabaco envuelto en papel o
chala. Sus útiles de cocina son generalmente de barro cocido y sus platos de
madera. He visto en uno decios ranchos míseros, una fuente de plata, pero tan
negra de suciedad, qué fue necesario rascarla con cuchillo para cerciorarse de
su calidad.
EL
RANCHO (1825)
FRANCISCO BOND HEAD
La condición del caucho es naturalmente
independiente de las turbulencias políticas que monopolizan la atención de
los habitantes de las ciudades. La población o número de estos gauchos es
muy pequeña y están separados entre sí por grandes distancias: están desparramados
aquí y allá sobre el haz del país. Mucha gente desciende de las mejores familias
españolas; tienen buenas maneras, y a menudo sentimiento nobilísimos: la vida
que hacen es muy interesante; generalmente habitan el rancho donde nacieron
y en que antes que ellos vivieron sus padres y abuelos, aunque parezca al
extranjero que tenía poco de los halagos del dulce domum. Los ranchos se construían
en la misma forma sencilla; pues aunque el lujo tiene diez mil planos y alzados
para la morada frágil del más frágil morador, sin embargo, la choza en todas
partes es igual y, por tanto, no hay diferencia entre la del gaucho sudamericano
y la del highlander escocés, excepto en que la primera es de barro y se cubre
con largas pajas amarillas, mientras la otra es de piedra techada con brezos.
Los materiales de ambas son producto inmediato del suelo, y las dos se confunden
tanto con el color del país que a menudo es difícil distinguirlas; y como
la velocidad con que se galopa en Sudamérica es grande, y el campo llano,
casi no se descubre el rancho hasta llegar a la puerta.
El corral está a cincuenta o cien
yardas del rancho y es un circulo con diámetro de treinta yardas, hecho de
palo a pique. Hay generalmente, encima de los postes, numerosos buitres o
cuervos perezosos, y las inmediaciones del rancho y corral están cubiertas
con huesos y osamentas de caballos, astas de novillos, lana, etc., que le
dan el olor y aspecto de perrera mal cuidada en Inglaterra.
El rancho, generalmente, se compone
de una sola habitación, para toda la familia, muchachos, hombres, mujeres
o chicuelos, todos mezclados. La cocina es un cobertizo apartado unas pocas
yardas; hay siempre agujeros, tanto en las paredes como en el techo del rancho,
que uno considera al principio como señales singulares de indolencia en la
gente. En verano la morada está tan llena de pulgas y vinchucas, que toda
la familia duerme afuera, frente a su habitación, y cuando el viajero llega
de noche, y, después de desensillar su caballo, camina entre esa comunidad
dormida, puede colocar el recado para dormir junto al compañero que más agrade
a su fantasía.
En invierno la gente duerme
dentro del rancho y el espectáculo es muy original. Tan pronto como la cena del
pasajero está lista, se trae adentro el gran asador de hierro en que se ha
preparado la carne y se clava en el suelo; el caucho luego brinda al huésped un
cráneo de caballo y él y varios de la familia, en asientos semejantes, rodean
el asador del que sacan con sus largos cuchillos bocados muy grandes.
El rancho se alumbra con luz muy
débil emitida por sebo vacuno, y se calienta con carbón de leña; en las paredes
del rancho cuelgan de huesos clavados, dos o tres frenos o espuelas y varios
lazos y boleadoras; en el suelo hay muchos montones obscuros que nunca se
distinguen con claridad;
al sentarme sobre éstos, cuando
estaba fatigado, con frecuencia he oído el agudo chillido de un chicuelo debajo
de mí, y a veces he sido dulcemente interrogado por una joven: ¿Qué quería?,
y otras veces ha saltado un perro enorme. Estaba una vez calentándome las
manos en el fogón, sentado en un cráneo de caballo, mirando el techo negro,
entregado a mis fantaseos, e imaginándome estar completamente solo, cuando
sentí cosa que me tocaba, y vi dos negritos desnudos repantigándose junto
al fogón en actitud de dos sapos; se habían arrastrado desde abajo de algún
poncho, y después encontré que, otras muchas personas, así como gallinas cluecas,
estaban también en el rancho. Durmiendo en los ranchos, el gallo frecuentemente
ha saltado sobre mi espalda para cantar por la mañana; sin embargo, luego
que apunta el día todo el mundo se levanta.
EL RANCHO
(1850)
XAVIER MARMIER
Al final de una de esas jornadas
de marcha difícil y peligrosa, el viajero mira el horizonte buscando la señal
de algún techo que pueda prestarle abrigo durante la noche. Pero sólo aparece
la tierra desnuda y no se oye otra cosa que el vuelo de la perdiz, el grito
estridente del teru-teru o del ave nocturna que los indios llaman el yayá
(chajá). Su nombre proviene de la acentuación particular del sonido, que repite
sin cesar, y que significa en idioma guaraní: vamos, vamos. Diríase un grito de
aliento providencial, que este pájaro nocturno dirige al atardecer a quienes
tienen que cumplir un largo camino.
Pero el viajero, cansado, sin prestar
oídos a los consejos del yayá, no puede seguir su marcha en las tinieblas.
A ejemplo de su guía, desensilla el caballo, pone de almohada el recado, tiende
las caronas en el suelo y duerme al aire libre, abandonado a la guarda de
la Providencia. Si en la noche siguiente echa de ver entre la sombra las paredes
y el humo de un mucho, puede acercarse sin temor a esa morada solitaria. Encontrará
allí reunida a la familia del gaucho. El recién llegado pronuncia al acercarse,
las palabras santas que, por tradición religiosa, reemplazan todavía, en gran
parte de América Española a nuestras fórmulas triviales. Ave María Purísima,
dice el forastero. Al oír estas palabras evangélicas, fórmula de confraternidad
cristiana, el gaucho responde: Sin pecado concebida; y se levanta, y viene
hacia su huésped y le ofrece el único asiento de que dispone: una cabeza de
vaca. El rancho está alumbrado por un pequeño candil alimentado con grasa.
De las paredes cuelgan las riendas,
las espuelas, los lazos y las boleadoras. En medio está el fogón, junto al
cual duerme la gente de la casa, envuelta en sus ponchos. A pocos pasos de
distancia, hay otro rancho que sirve de cocina; allí se asa la carne de vaca,
atravesada en una vara de hierro o de madera que se mantiene sobre el fuego
en posición casi horizontal. Es lo que se llama el asado. El verdadero asado
es el asado con cuero. Un fornido muchacho llega con la carne clavada al extremo
de la vara y cada uno corta un pedazo tomándolo con los dedos, le pone un
poco de sal y lo come casi siempre sin pan.
EL
RANCHO (1862-1863)
THOMAS J. HUTCHINSON
Un poco más lejos, y conforme
avanzaba en la soledad del campo, avisté y me acerqué a un aislado rancho. Como
no hay ni la más pequeña porción de cultivo visible en toda la gran extensión
del horizonte que la vista abarca, uno no puede evitar de detenerse a echar una
ojeada sobre sus moradores.
Es una pequeña choza como de
diez pies de largo por cinco de ancho, con paredes de barro y techo de paja,
pero sin chimeneas ni ventana, así es que no tiene más entrada para la luz del
cielo que la puerta.
Sus moradores son un hombre con
cara española, vestido con el más perfecto deshabillé del traje gaucho, y una
mujer que tiene largo pelo negro cejas espesas, frente corta, con el ceño
general que caracteriza a los indios sudamericanos, y cuatro muchachos de
diversas edades tan sucios como se pueda suponer, y teniendo el rostro la
triste expresión que va siempre impresa en la niñez de pocas comodidades. Un
pozo de balde está a un lado de la puerta, y un caballo está parado cerca, cuyo
lomo, sin duda, el dueño de casa ha dejado temporalmente —pues estoy comenzando
a notar que el gaucho y su caballo son, naturalmente, inseparables.
La mujer está chupando un largo
tubo (una bombilla), colocada en una pequeña taza redonda (el mate), la que
contiene una infusión de yerba o té paraguayo —el Ilex paraguarensis de los
botánicos—. Ésta parece una bebida universal en todos los pueblos del Río de la
Plata, pues lo toman tanto los ricos como los pobres.
No hay moblaje alguno en la
casa, a excepción de dos camas movibles —catres— las que están paradas contra
la pared, un baúl en una esquina, que contiene Dios sabe qué, y un brasero con
un poco de fuego, y una pava en él. La mujer está sentada sobre una cabeza de
vaca, que son los únicos asientos de la habitación. Un gran pedazo de carne
cruda está colgando del techo, y fuera hay cuatro perros, que ladran, al acercarme,
con tanto vigor, como si estuvieran guardando los tesoros de Su Majestad la
reina, en vez de la pobre colección que tengo delante de mí.
Preguntando, supe que el hombre
era un peón gaucho que tenía a su cargo una majada de ovejas perteneciente
a un caballero cuya estancia estaba a pocas leguas. Todos los días venía ver
su familia, trayendo un pedazo de carne, y ésta, preparada de una u otra manera,
pero sin acompañamiento de pan, sal o cualquiera clase de verduras, constituye
el solo alimento de la familia.
La cabeza de vaca fue desocupada
para mí, con una invitación para que me desmontase. Se me ofreció un mate, y si
hubiera habido alguna otra cosa en la casa, se hubiera puesto, seguramente, a
mi disposición. En esto encontré una prueba convincente de que la urbanidad y
la hospitalidad, se encuentran en cualquier parte de Sud América.
EL
TOLDO Y EL RANCHO (1870)
LUCIO V. MANSILLA
El espectáculo que presenta el
toldo de un indio es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho.
Y, no obstante, el gaucho es un hombre civilizado... En el toldo de un indio
hay divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos: camas cómodas, asientos,
ollas, platos, cubiertos, una porción de utensilios que revelan costumbres,
necesidades. En el rancho de un gaucho falta todo. El marido, la mujer, los
hijos, los hermanos, los parientes, los allegados, viven todos juntos, y duermen
envueltos. ¡Qué escena aquélla para la moral! En el rancho del gaucho no hay,
generalmente, puerta. Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo o en
cabezas de vaca disecadas. No usan tenedores, ni cucharas, ni platos. Rara
vez hacen puchero, porque no tienen ollas. Cuando lo hacen, beben el caldo
en ella pasándosela unos a otros. No tienen jarros; un cuerno de buey los
suple. A veces ni esto hay. Una caldera no falta jamás, porque hay que calentar
agua para tomar mate. Nunca tiene tapa. Es un trabajo taparla y destaparla.
La pereza se la arranca y la bota. El asado se hace en un asador de fierro
o de palo, y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo, quemándose
los dedos. ¡Qué triste y desconsolador es todo esto! Me parte el alma tener
que decirlo. Pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización,
hay que obligarla a entablar comparaciones.
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