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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
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TRADICIONES EL AMBIENTE |
LAS
PULPERÍAS (1788)
... [Los parroquianos] incitan
unos a otros al gasto, y si hay alguno que toque la guitarrilla, ya cuentan
los pulperos con una venta continuada de vino y aguardiente en todo el tiempo
que dura la junta de los concurrentes, quienes a más del dinero suelen también
dejar unos el poncho, otros las hebillas y algunos hasta la camisa en manos
del pulpero en empeño o rematadas las prendas por precios ínfimos pagados
con la misma bebida... para mejor traerlos de día usan el juego porque no
celan como por la noche las patrullas y alcalde, y de noche que hay este riesgo
usan de la guitarra o de la música para que atraídos de su armonía corra la
bebida y la venta de sus géneros...
[En las pulperías] se observa que
todos los concurrentes unos a pie y otros a caballo están de la parte de afuera
de los postes o tranqueras unidas por costumbres inveteradas, porque el abastecedor
o pulpero está como en una jaula con unas fuertes varas del mostrador al techo,
en término que sólo puede sacarse, y a las veces con dificultad un palo, medio
adoptado para la seguridad del individuo precaviendo de este modo los insultos
a que está expuesto a cada momento, y de que se prevale el mal intencionado
por la distancia del vecindario y las justicias que imposibilitan el pronto
auxilio.
...tendamos la vista a las villas,
pueblos y guardias de la jurisdicción, donde la reunión del vecindario aleja
los desórdenes. En estos parajes y aun en los más poblados, como la Villa
de Lujan, se nota y palpa que en las casas de abasto o pulperías, en particular
en las festividades se reúnen a sus puertas doce, veinte y hasta cuarenta
individuos, y de éstos es raro el que desmonta de su caballo, porque montados
están conversando y bebiendo en términos que es preciso o rodear o con trabajo
y riesgo hacerse paso, pero dentro de la pulpería no se verá un paisano que
la costumbre de estar afuera sufriendo la ardentía del sol en el verano o
bien la frialdad en el invierno.
Archivo
General de la Nación, Buenos Aires, División Colonia, Sección Gobierno,
Interior, legajo número 26, expediente 5.
(Ver, Ricardo Rodríguez Molas,
Historia social del gaucho, 1968, p. 29-31.)
LA
PULPERÍA (1819)
EMERIC ESSEX VIDAL
Las pulperías son unas chozas de
lo más miserables y sucias, donde puede comprarse un poco de caña, o sea un
derivado de la caña de azúcar; cigarros, sal, cebollas tal vez, y pan de la
ciudad, pero, más al interior este último artículo no puede conseguirse, de
manera que el viajero, si no lleva pan con él, debe alimentarse, como la gente
de campo, con carne solamente.
Estas chozas tienen dos compartimientos,
uno que sirve de negocio y el otro de vivienda. Generalmente están construidas
sobre un terreno alto y tienen un trozo de género de color colgado de una
caña a modo de aviso; también hacen las veces de casa de posta y tienen unas
docenas de caballos pastando al fondo, cerca de la casa. Cuando llega un viajero,
deja allí su caballo; el pulpero, con un lazo, sale en su caballejo, que siempre
está dispuesto tras la vivienda, hasta el pantano donde pasta la tropilla,
y enlazando a uno, lo trae, coloca la montura, y sea manso o bravo, allá va
el viajero al galope, hasta la próxima posta, cuatro o cinco leguas más lejos...
...Las pulperías son el punto de reunión de las gentes de campo, que no dan valor alguno al dinero y lo gastan solamente en bebidas y en el juego. Es costumbre entre ellos invitar a todos los que se hallan presentes a que beban con ellos; se hacen servir una jarra llena de caña (porque no les agrada el vino), la cual va pasando de mano en mano. Mientras les queda un penique en el bolsillo repiten esta ceremonia y consideran como una afrenta que cualquiera rehuse la invitación. En cada pulpería hay siempre una guitarra y cualquiera que la toque es invitado a costa de todos los presentes. Estos músicos nunca cantan más que yaravís, canciones peruanas que son las más monótonas y tristes del mundo. La música es lamentosa y la letra versa siempre sobre el amor frustrado y los amantes que lloran sus penas en el desierto: pero nunca tratan de asuntos agradables, animados o aun indiferentes. Después de todo, estas pulperías, miserables como parecen, no son muy inferiores a algunas tabernas de la misma España.
PULPERÍA
(1832-1833)
CARLOS DARWIN
Pasamos la noche en una pulpería o tienda de bebidas. Un gran número de gauchos acude allí por la noche a beber licores espirituosos y a fumar. Su apariencia es chocante; son por lo regular altos y guapos, pero tienen impresos en su rostro todos los signos de su altivez y del desenfreno; usan a menudo el bigote y el pelo muy largos y éste formando bucles sobre la espalda. Sus trajes de brillantes colores, sus formidables espuelas sonando en sus talones, sus facones colocados en la faja a guisa de dagas, facones de los que hacen uso con gran frecuencia, les dan un aspecto por completo diferente del que podría hacer suponer su nombre de gauchos o simples campesinos. Son en extremo corteses; nunca beben una cosa sin invitaros a que los acompañéis; pero tanto que os hacen un gracioso saludo, puede decirse que se hallan dispuestos a acuchillaros si se presenta la ocasión.
LA PULPERÍA
(1847)
WILLIAM MAC CANN
Llegamos después a una pulpería,
donde nos detuvimos para tomar un refrigerio. La pulpería es una combinación de
taberna y almacén adonde acude la gente de campo. La parte posterior de la casa
daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, protegido por
barras de madera, a través del cual el propietario despachaba a sus clientes.
Estos quedaban protegidos por un cobertizo. El enrejado de madera cerrábase
por medio de una contraventana durante la noche. Tal es el aspecto que ofrecen
por lo general las pulperías en todo el término de estas pampas.
Los dueños de pulperías, residentes
en lugares apartados de todo centro de población, viven —al parecer— sin ninguna
protección ni garantía en cuanto a sus personas y bienes, siendo de admirar
la confianza con que dichos mercaderes sobrellevan una vida de peligros, expuestos
a los ataques de merodeadores y ladrones.
PULPERIAS
(1868)
H. ARMAIGNAC
Al mediodía, entramos en una gran
casa para almorzar. Esta era una pulpería, en la cual también se puede adquirir
todo lo que uno necesita: se venden vinos, bizcochos, pan, yerba, azúcar, etc.
y, además, vestimentas para hombres y mujeres, baratijas, sombreros, armas, y
es bar, casa de comida y venden artículos de cuero para caballos y carruajes.
El aspecto de esta pulpería me hizo
cierta impresión. Todo el salón estaba dividido por una reja de hierro. Es
a través de esta barrera que se sirve a los clientes, lo que parece una cárcel.
Los clientes, que son gauchos, visten de poncho y chiripá, llevando alrededor
de la cintura un cinturón de cuero, llamado tirador, adornado con botones
y monedas de plata o de oro.
...En la pulpería nos sirvieron
sardinas al aceite, carne de vaca, asada, bistec a la sartén, queso Gruyere,
uvas secas, almendras, vino. Fue un excelente almuerzo y luego mate, mientras
los postillones ensillaban los caballos.
LA
PULPERÍA (1870)
ROBERTO B. CUNNINGHAME GRAHAM
Delante de la puerta había una
fila de palenques enclavados en el suelo para atar los caballos; allí se veían,
a todas las horas del día, caballos atados que pestañeaban al sol. Los cojinillos
estaban doblados hacia adelante sobre las cabezadas de las sillas, para mantenerlas
frescas cuando hacía calor y secas si llovía; las riendas estaban cogidas
por un tiento, para que no cayeran a tierra y fueran pisoteadas. Algunas veces
salía un hombre de la pulpería con una botella de ginebra en la mano, o con
algún saco de yerba que colocaba en su maleta, y luego soltando cuidadosamente
del cabestro, apoyaba el pie contra el costado del caballo y se encaramaba,
arreglándose las bombachas o el chiripá, y emprendía camino hacia el campo,
al trotecito corto, que a eso de las cien varas se convertía en el galope
lento de las llanuras.
Algunos de los caballos atados
a los palenques estaban ensillados con recados viejos, cubiertos con pieles
de carnero; otros relucían con enchapados de plata; a veces, algún caballo
redomón, con ojos asustados, resoplaba y saltaba hacia atrás si algún incauto
extraño se acercaba más de lo mandado.
De la pulpería salían, en ocasiones,
tres o cuatro hombres juntos, algunos de ellos medio borrachos. En un momento,
todos estaban a caballo con presteza, y por decirlo así, tendían el ala como
si fueran pájaros. Nada de embestidas infructuosas para coger el estribo ni
de tirones de rienda, ni de entiesamientos del cuerpo en posiciones desairadas
al hallarse ya a caballo, ni fuerte golpear de la pierna del otro lado de
montar, según el estilo de los europeos, se veía jamás entre aquellos centauros
que lentamente comenzaban a cabalgar. Ocurría que algún hombre que había bebido
demasiado generosamente Carlón o cachaza, coronándolo todo con un poco de
ginebra, se mecía en la silla de un lado a otro, pero el caballo parecía cogerlo
a cada balanceo, manteniéndolo en perfecto equilibrio merced al firme agarre
de los muslos del jinete.
La puerta de la casa daba a un
cuarto de techo bajo, con un mostrador en medio, de muro a muro, sobre el
cual se alzaba una reja de madera con una portezuela o abertura, a través
de la cual el patrón o propietario pasaba las bebidas, las cajas de sardinas
y las libras de pasas o de higos que constituían los principales artículos
de comercio.
Por el lado de afuera del mostrador,
haraganeaban los parroquianos. En aquellos días, la pulpería era una especie
de club, al cual acudían todos los vagos de las cercanías a pasar el rato.
El rastrilleo de las espuelas sonaba como chasquido de grillos en el suelo,
y de día y de noche gangueaba una guitarra desvencijada que, a veces, tenía
las cuerdas de alambre o de tripa de gato, remendadas con tiras de cuero.
Si algún payador se hallaba presente, tomaba la guitarra, de derecho, y después
de templarla, lo que siempre requería algún tiempo, tocaba callado algunos
compases, generalmente acordes muy sencillos, y luego prorrumpía en un canto
bravío, entonado en alto falsete, prolongando las vocales finales en la nota
más alta que le era posible dar. Invariablemente estas canciones eran de amor
y de estructura melancólica, que se ajustaba extrañamente con el aspecto rudo
y agreste del cantor y los torvos visajes de los oyentes.
Llegaban transeúntes que saludaban
al entrar, bebían en silencio y volvían a irse, tocándose el ala del sombrero
al salir; otros se engolfaban al punto con conversación sobre alguna revolución
que parecía inevitable u otros temas del campo. En ocasiones sobrevenían riñas
a consecuencia de alguna disputa, o bien sucedía que dos reconocidos valientes
se retaran a primera sangre, tocándole pagar el vino o cosa parecida al que
perdiera. Pero a veces surgía alguna tempestad furiosa: por el mucho beber
o por cualquier otra causa, algún hombre empezaba a vociferar como loco y
sacaba a relucir el facón.
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