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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina |
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TRADICIONES EL AMBIENTE |
LOS
MALONES (1870)
R. B. CUNNINGHAME GRAHAM
La indiada del viejo
Catriel acampaba permanentemente en las afueras de Bahía Blanca; vivían en paz
con sus vecinos manteniendo relaciones a la callada con los indios bravos, los
Pampas, los Ranqueles, los Pehuelches y las demás tribus que tenían sus toldos
en las Salinas Grandes, o salpicados a lo largo de los collados al pie de los
Andes, hasta el lago de Nahuel Huapí y hasta Choele-Choel; a las veces
estallaban, como el rayo de entre una nube en los campos de adentro, con la
furia de un pampero que soplara del sur.
Sus incursiones seguían
siempre los mismos caminos, bien conocidos de los gauchos, que los distinguían
con el nombre de malones; unas veces entraban a la provincia, de Buenos Aires
pasando cerca de la villa de Tapalqué, por el gran despoblado que se extiende
de Romero Grande a Cabeza de Buey...
Alrededor de las tribus
indias flotaba una atmósfera de leyenda y de terror. Cuando invadían las
grandes estancias del sur, cabalgaban todos, con excepción de los jefes, sobre
cueros de carnero y muchas veces en pelo, llevaban una lanza de tacuara, de
cinco a seis varas de largo, con una tijera de trasquilar en la punta, adherida
al asta ora con una cola de buey u otra guasca que dejaban secar, y que se
endurecía como el hierro, reteniendo contra la hoja un mechón de crin; a su
paso huían los venados y los avestruces como vuela la espuma ante las ondas
agitadas.
Cada guerrero llevaba un
caballo de remuda, adiestrado, según el decir de aquellas partes, "a
cabrestiar a la par"; cabalgaban como demonios en las tinieblas, excitando
a los caballos con la furia de la carga y saltando los pequeños arroyos; los
caballos escarceaban en los pedregales como cabras, deslizándose por entre los
pajonales con ruido de cañas pisoteadas, y los jinetes se golpeaban la boca con
las manos, al lanzar sus alaridos prolongados y aterradores...
Cada jinete cabalgaba en
su crédito (caballo favorito); envueltos al cinto llevaba dos o tres
boleadoras, las bolas grandes pendían a la izquierda y la bola pequeña, o
manija, a la derecha, descansando sobre el cuadril. Todos tenían cuchillos
largos o espadas recortadas para mayor comodidad; si tenían silla, los llevaban
metidos entre la cincha y la carona, y si no, atados al talle desnudo, con fajas
angostas de lana, tejidas por sus mujeres en las tolderías, de extraños dibujos
concéntricos y estirados. Iban todos embadurnados de grasa de avestruz, nunca
se pintaban; su feroz algarabía y el olor que despedían enloquecían de miedo a
los caballos de los gauchos.
El cacique andaba unos
veinte pasos adelante de los demás, en una silla enchapada de plata, si lo
había, un caballo negro para que se destacara bien y retenía las riendas de
plata de tres varas de alto en la mano izquierda, y aguijoneando, furiosamente
a su caballo, de vez en cuando volvía la cara hacia sus hombres para lanzar un
grito, blandiendo la lanza cogida por la mitad del asta y galopando a todo
correr.
El que alguna vez se los
había encontrado hallándose solo, campeando ganado, por ejemplo, en algún
mancarrón viejo, no olvidaba su aventura fácilmente... la recordaba con
tenacidad hasta el día de su muerte. No
había sino un medio de escape -a menos que se diera el caso, improbable, de
tener un caballo como para que el mismo Dios lo ensillara, que decían los
gauchos- y era desmontarse, conducir el caballo a alguna cañada, arropándole la
cabeza en los pliegues del poncho para que no relinchara, y permanecer como
muerto. Si los indios nada habían advertido -muy poco se escapaba a su mirada en
la llanura-, casi era preciso hasta retener el aliento y aguardar a que el
retumbar de los caballos se perdiera en el espacio; entonces... debía uno
deslizarse allá otra vez, reteniendo el caballo con un maneador largo, y
atisbar cautelosamente, por sobre la ceja, a ver si el campo estaba libre. Si en alguna parte del llano corrían los
avestruces, los venados, o el ganado, o se levantaban nubes de polvo sin causa
manifiesta, era preciso volver a la cañada y aguardar. Finalmente, cuando ya se
sabía que todo había pasado, se apretaba la cincha hasta dejar el caballo como
un reloj de arena, montando y tocándolo con la espuela, era preciso galopar
como alma que lleva el diablo hasta la casa más vecina, gritando a voces: Los
indios, lo que bastaba para que salieran deprisa todos los cristianos machos
que hubiera por allí.
Los caballos mansos se
encerraban a toda prisa en el corral, y se cargaban y pulían las viejas armas
que había en la casa, porque, aunque parezca extraño, los gauchos del Sur, a
pesar de hallarse expuestos a constantes ataques de los indios, no solían tener
otra cosa que algún trabuco viejo o un par de pistolas de pedernal, casi
siempre descompuestas.
Los indios tampoco eran
formidables, fuera de la llanura, pues sólo llevaban lanzas y bolas. Una pequeña zanja de dos varas de hondo y de
tres o cuatro de ancho, bastaba para proteger una casa, porque, como nunca
abandonaban a sus caballos, no la podían atravesar, y como su objeto era robar
y no matar, no perdían el tiempo en lugares así defendidos, a menos que
supieran que en la casa estaban encerradas mujeres jóvenes y hermosas:
"Cristiana más grande, más blanca que india" solían decir; y ¡ay de
la muchacha que por desgracia caía en sus manos! A toda prisa la arrastraban a los toldos, a veces a cien leguas
de distancia; si eran jóvenes y bonitas les tocaban a los caciques; si no lo
eran, las obligaban a los trabajos más rudos y siempre, a menos que lograran
ganarse el cariño de su captor, las mujeres indias, a hurtadillas, les hacían
la vida miserable, golpeándolas y maltratándolas.
Así eran los indios en campaña,
desde San Luis de la Punta hasta el propio Choele-Choel, en aquella extensa
región de campo, en que hoy el trigo se mece al viento, entonces desierta
o poblada sólo por manadas errantes de yeguas alzadas.
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