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RIÑA DE GALLOS (1858-1861)
PABLO MANTEGAZZA
Después de las carreras de
caballos, que se realizan en verano, la diversión predilecta de los argentinos,
en el invierno, es la riña, o pelea de gallos. Durante esta estación, es ven en
todos los patios y delante de las casas, grandes jaulas de cañas, en las que
está encerrado el gladiador con la única compañía que se le concede. El gallo
es preparado para la lucha con un régimen dietético, reglamentado por leyes
severas y principios científicos, y así como con la castidad se intenta hacerlo
más digno de los lauros marciales, se procura, con alimentos suculentos,
fortificar su fibra muscular, en mengua de la gordura linfática de los flojos.
De cuando en cuando, se educa al gladiador en las luchas de la batalla, cubriendo
su espolón con una camisa de cuero para que no pueda herir, y en estas pruebas
se calcula el valor del campeón y se forjan sueños más o menos dorados sobre el
porvenir. He visto a un gancho que durante muchas semanas había empleado los
cuidados más solícitos en la educación de sus alumnos, quedar desilusionado de
sus risueñas esperanzas durante uno de estos simulacros, y destrozar con rabia
y furor al poltrón que se había retirado al débil ataque de una gallina.
Cuando el gallo está compuesto,
se lo lleva al reñidero, verdadero teatro, que paga un derecho al gobierno,
y en el que se exhiben, escritas sobre una gran tabla, las leyes de la guerra
gallesca. Depuesto el campeón en medio de la arena, se le busca un rival,
al que se pesa y confronta, para igualar en lo posible a los combatientes
en tamaño y peso. Las armas son las espuelas naturales u otras postizas de
latón o de plata. Las de acero están prohibidas por reglamento, porque se
las cree venenosas.
La riña puede durar hasta la muerte
de uno de los gladiadores, o hasta que uno de ellos cede el campo y huye por
una pequeña salida que está siempre abierta para los cobardes en una esquina
de la arena. También se considera derrotado el gallo que, sangrando, bizco
y tal vez caído el pico, canta, llamando a su socorro a las gallinas de su
harén. Este reclamo supremo a las compañeras de sus placeres es para nosotros
los europeos muy conmovedor, y hace en cambio desternillarse de risa a los
argentinos, que lo consideran como la más segura manifestación de cobardía
y, por consiguiente, de la más oprobiosa derrota.
Es sorprendente el entusiasmo con
que los argentinos asisten a este espectáculo, en el que el silencio, inspirado
por la ávida curiosidad de la lucha, es interrumpido de cuando en cuando por
los gritos de las apuestas. Al valor de los gallos, los más ricos juegan a
veces sumas enormes, mientras los pobres se contentan con llevar su óbolo
de unos cuantos reales al tapete sangriento de este juego cruel. Las corridas
de toros han sido prohibidas en muchos países de la América meridional, y
en esto los hijos son mejores que los padres, pero la riña es una de las diversiones
predilectas de los americanos y durará aún muchos años.
RIÑAS
DE GALLOS (1889)
ALFREDO EBELOT
Los conocía desde Buenos Aires,
en que no pasan de ser tolerados, y tienen un edificio propio que recibe cada
domingo un centenar de aficionados, verificándose las riñas con una seriedad
escasamente pintoresca. ¡Qué distintas eran las cosas en la Banda Oriental!
El reñidero se instalaba en el patio de una confitería, al pie de dos o tres
raquíticos naranjos. Bastaba al efecto un pequeño circo portátil de lona,
con tan liviana armazón de madera que podía llevarse con una sola mano.
En el fondo del patio estaban en
línea las jaulas de los callos de riña, cuidados con tanto esmero como un stud
de parejeros. Cada habitante tenía su nombre y genealogía —generalmente oral,
sin duda-. Para que pueda llevarse un studbook en regla, será preciso que el
leer y escribir se generalicen entre los apostadores.
Apenas armado el circo y guarnecido
su interior con una capa de linda arena, los jugadores acudieron. Cada uno
llevaba debajo del brazo su gallo tapado con un poncho, y se hicieron las
apuestas: "¿Cuánto pesa su gallo?" "Tantas libras". "El
mío pesa solamente tantas". Tratan de oponer uno a otro dos gallos del
mismo peso, cuando sus demás condiciones son análogas. Pero tal gallito todo
nervios podrá competir ventajosamente con un gallo grande todo huesos. Esto
depende de la casta, de la preparación, de la destreza en la esgrima de la
púa, de los antecedentes del padre, de gloriosa memoria.
Son otras tantas cuestiones que
se discuten horas enteras entre dueños de gallos. Los que quieren apostar
miran, escuchan, toman apuntes mentales, palpan sus pesos de plata en el bolsillo,
al establecer el cálculo de sus pollas, sin juego de palabras, absorto el
pensamiento y relucientes los ojos.
En fin, se pusieron dos gallos
en presencia.
Uno era viejo, pelado y tuerto.
Su dueño era un gaucho ya entrado en años que se le parecía bajo varios
conceptos. Por lo demás bien en punto, nada cargado en carnes, superiormente
preparado —el gallo, se entiende—, y diestro, según se decía, como el diablo
para pegar en plena garganta al adversario.
El otro era un gallo nuevito que
se estrenaba. Su padre había sido célebre, su madre era cualquier cosa. Le
faltaba, aseguraba su propietario, cuatro o cinco días de preparación. Un
criador serio de gallos avalúa esto con una aproximación de horas. Pero el
gaucho viejo sostenía que esta aserción no pasaba de un ardid, que se hallaba
en el estado preciso.
El gallito arrancó bien. Tenía
furia. Abusaba tal vez del pico, ensangrentando la cabeza de su contrario;
pero si no consiguen hendir el cráneo, tales golpes no son decisivos. Dos
o tres puazos que dirigió el viejo, y que me parecieron firmes, determinaron,
a pesar de esto, una baja en sus acciones. "Es torpe", decían los
entendidos, y el viejo gaucho aumentaba sus apuestas, jugaba contra todo el
mundo.
Su gallo, chorreando sangre, erizadas
las plumas, se cansaba visiblemente. El gallo nuevito adquiría mayor fijeza
a medida que se le apagaban los bríos. Los últimos cinco minutos —el asalto
duró unos veinte— fueron palpitaciones. El gallo viejo, con su único ojo tapado
por la sangre, ocultó su cabeza, que laceraba el terrible pico, debajo del
ala del otro, y ambos dieron vueltas algún tiempo sin que hubiese forma que
la sacase. Las apuestas se multiplicaban rápida y gravemente, en voz baja.
Cuanto más impresionado y ansioso está el gaucho, tanto más impasibilidad
demuestra su fisonomía.
El combate se armó de nuevo, con
mayor encarnizamiento. De repente el gallo viejo dio con la coyuntura que
buscaba, y le asestó su golpe de gracia, su estocada secreta. El otro siguió
peleando un ratito. A veces le silbaba la garganta, a veces se sentía un
glu-glu sordo. Lo ahogaba la sangre. En fin, no pudo más, disparó pidiendo
merced.
¿A qué decir que no, si así es?
Pidió merced, el desgraciado. Emitió dos o tres quejidos inarticulados. Esto
se llama cacarear. Es la vergüenza de las vergüenzas. El viejo, mientras tanto,
victorioso, ensangrentado, horroroso y soberbio, lo miró con desprecio e hizo
sonar su canto triunfal.
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