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TRANSPORTES

 

GALERAS Y CARRETAS (1850)

XAVIER MARMIER

 

La República Argentina tiene sus carruajes indígenas que no pueden ser reemplazados por ningún otro. El primero y más elegante es la galera (¡verdadera galera!): una monstruosa caja de madera colocada sobre una no menos monstruosa armazón. Atan a ella ocho o diez caballos y con el carruaje marcha toda una tropa de viajeros cuando han de trasladarse a la estancia lejana.

Otro vehículo es el carro de transporte o carreta, mastodonte de la carretería, que parece exhumada de las capas seculares de la antigua barbarie gala. Emplean todo un árbol en su construcción, una viga entera para lanza, otra viga para el eje y no sé cuántas ramas gruesas para llantas y rayos de las ruedas, que tienen diez pies de diámetro. Sobre el eje va colocada una especie de arca gigante como para recoger todas las especies animales en caso de naufragio; el arca va cubierta con cueros de vaca y cerrada por tres lados, menos por delante, como una gran cuba. Adentro, el carretero amontona toda la carga que se le ha confiado. A este pesado convoy se atan —a gran distancia una de otra— tres yuntas de bueyes. El carretero se sienta en medio de la última yunta, sobre el yugo, con las piernas cruzadas y armado de una caña con la que puede aguijonear a todos los animales. Cuando el asiento le fatiga, sube a la carreta, de cuya bóveda pende, como un mástil de bauprés, otra caña que, mediante un fácil mecanismo, el conductor puede mover a voluntad, alcanzando a la yunta delantera.

Quienes han visto los convoyes primitivos de las estepas rusas o del Cabo de Buena Esperanza, pueden representarse, bajo su aspecto verdadero, estas caravanas argentinas de diez, quince y veinte carretas, caminando lentamente, una tras otra, por caminos polvorientos de huellas profundas a través de la llanura desierta que no pueden recorrer sin un guía experimentado. Un hombre a caballo recorre la línea de carretas, ordena los movimientos de la tropa, organiza los campamentos. Lo que se dice del camello en el desierto, puede decirse de estas tropas: son los navíos de la pampa. Un comerciante las fleta en Mendoza o en Santa Fe como si fueran barcos, las carga de maderas, de frutas, de cueros o de otros productos y las expide a su consignatario en Buenos Aires. Este último las devuelve con las cargas de paños, muebles o licores. De esta manera, los productos de la industria europea van, desde los muelles del Havre y Liverpool, hasta el pie de los Andes.

La caravana no hace más de cinco o seis leguas por día. Llegada la noche, se detiene junto a un pastizal y toma sus precauciones para ponerse a cubierto de dos especies de enemigos: los indios y los tigres. Las carretas se disponen en círculo, formando como una empalizada en medio de la cual encienden fuego para' asar carne y ahuyentar a las bestias feroces. Si se advierte algún peligro, dos o tres hombres hacen vigilancia mientras los demás duermen en el suelo o en la carreta. Al llegar a Buenos Aires forman el mismo campamento. Hay en la ciudad cuatro o cinco plazas que son como las radas donde echan el ancla y desatan sus cables estas bricharcas de tierra. El carretero queda en la plaza sin ocurrírsele ir a ver el obelisco de la plaza de la Victoria ni la magnificencia de la calle del Perú. La carreta es su casa y su almacén. Durante el día trabaja en cargarla o en descargarla. Por la noche le sirve para dormir. Algunas veces el carretero viaja con su mujer que le ceba el mate o le prepara el asado de cordero. En las horas de descanso, se acerca a sus compañeros, que también permanecen fieles a sus tiendas nómades. Será difícil que en el grupo ambulante falte algún músico que, acompañándose con su guitarra, cante alguna canción. Si a este concierto, que a menudo se acompaña con estallidos de risas, se agrega una botella de caña, todos se sienten felices, con una felicidad comunicativa que se extiende a la gente de los alrededores.

Muy a menudo, callejeando al azar, me he sentido fascinado por el efecto tan singular de aquel pintoresco cuadro. ¡Qué trajes y qué figuras dignas del pincel de Callot! ¡Qué brillo el de aquellos ojos negros y qué franca explosión de alegría, a cada repetición de una tonada burlesca! Por lo demás, diré que estos hombres parecían mostrar en su fisonomía un alma honrada y que lamentaré ¡ay! toda mi vida no haber podido embarcarme con ellos para seguirlos en todas las alternativas de su marcha, en toda su despaciosa travesía. Carreteros y ganchos: he ahí la parte más pintoresca de la población de Buenos Aires.

 

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