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EFEMERIDES
HISTORICAS ARGENTINAS |
18 de octubre de 1841 - Fallece el General Félix de Olazábal
Nació
en Buenos Aires e integraba una familia de militares siendo el menor de sus
hermanos: Benito, Gerónimo y Manuel todos con el mismo fervor castrense
y sobresalientes en la función. Félix ingresó a las fuerzas
armadas en 1813 integrante del 2º de artillería donde aprendió
conceptos de estrategia; luego al 7º de infantería ascendiendo
a coronel por la participación en la batalla de Pichincha y durante
la guerra contra el Brasil llegó al generalato.
Fue jefe del Regimiento Patricios entre 1833 y 1835. Ante un desaire gubernamental
se exilió en el Uruguay (Montevideo), donde falleció el 18 de
Octubre de 1841.
Al llegar sus restos (15 de Julio de 1891) el encargado por la comisión
receptora Dr. Roque Saenz Peña, pintó la personalidad de Olazábal
como poseedor de “Impetu racional emanado del patriotismo” acertada
definición para demostrar su valentía calculada.
La calle Olazábal, situada en el barrio de Belgrano, es el homenaje
de la Ciudad de Buenos Aires al que se destacó por su estoicismo en
sacrificio de la Patria. La designación es por ordenanza de 1893, en
reemplazo de Necochea.
*-*-*-*-*-*-*-*-*
18 de octubre de 1877 – Robo de los Blancos de Villegas
De todos los episodios que integran la vasta y heroica tradición de
la conquista del Desierto, uno de los más conocidos es el robo de los
caballos del coronel Conrado Villegas, que fue relatado por el comandante
Manuel Prado en su “Guerra al malón”. Fue un golpe de audacia
ejemplar de los indios, respondido por un acto de arrojo y sacrificio por
parte de los soldados fronterizos que conmueve y asombra. El solo episodio
da para una película, tan vivaz y dinámica como la del mejor
“western” norteamericano, pero con una ventaja en su favor: es
auténtica.
En el año 1874, el general Bartolomé Mitre se había alzado
contra el gobierno constituido aduciendo que se había hecho fraude
en las elecciones presidenciales. La Revolución mitrista alzó
al interior bonaerense y contaba con el apoyo de estancieros que proveyeron
de buen grado sus caballadas. Pero la revolución fracasó con
la derrota sufrida en los campos de La Verde, los revolucionarios depusieron
sus armas, y el gobierno les confiscó las caballadas. Las tropas gubernistas
que sofocaron el alzamiento estaban integradas principalmente por efectivos
avanzados de la frontera, y sus jefes se repartieron las numerosas caballadas.
El coronel Villegas, Jefe del Regimiento de Caballería Nº 3, había
comprendido, tiempo atrás, que no habría victoria posible y
duradera sobre los indios si no se contaban con buenos caballos. Aprovechó
entonces y reunió para su regimiento seis mil animales de silla. De
ellos, tras lentas y personales selecciones, se quedó con lo mejor.
Luego, de ese lote apartó 600 pingos blancos, tordillos y bayos claros,
destinados exclusivamente a servir como reserva para el combate o para una
retirada imprevista.
Villegas transformó a los caballos blancos en una obsesión,
y finalmente en un mito. Recibieron instrucción especial, y eran mejor
cuidados que los soldados. Estos, hasta llegaban a despojarse de su poncho
si no tenían manta para cubrirlo en las noches de helada, y resignarse
a pasar hambre, en tanto su flete blanco recibía ración de forraje
-¡todo un milagro en la precaria economía militar de entonces!.
Cuando los soldados se adaptaron a las posibilidades que por fin tenían
al alcance de sus riendas, el 3º de Caballería adquirió
fama legendaria, y aún entre los indios se revistió de contornos
fantasmales, de leyenda.
La caballería blanca de Villegas caía como un aluvión
de nieve sobre las huestes pampas. Y Villegas y sus hombres, curtidos en todos
los extremos del coraje, daban pábulo a los más increíbles
actos de heroísmo, validos de la fortaleza que daba semejante montura.
Los blancos de Villegas eran un azote para el indio y un orgullo para los
soldados de la frontera.
En la noche del 18 al 19 de octubre de 1877, un grupo de indios concibió
dar un golpe de audacia al campamento del 3º de Caballería, en
Trenque Lauquen: robarle los caballos blancos al coronel Villegas.
Esa noche, como otras, los blancos habían sido encerrados en un corral,
a pocas cuadras del campamento. El corral estaba delimitado únicamente
por una zanja bastante profunda y ancha, que las caballadas no podían
cruzar. Ocho soldados, al mando del sargento Francisco Carranza, quedaron
comisionados para cuidar la puerta del corral.
La noche era tranquila. Nada indicaba la proximidad de los indios. La modorra
fue aconándose en los párpados de los rudos hombres de Carranza,
y con el primer frescor de la noche quedaron dormidos sobre sus carabinas.
Esta fue la oportunidad aguardada por los indios. Practicaron un portillo
en el fondo del corral, rellenando la zanja. Con sus ojos, que penetraban
la noche más cerrada, distinguieron en las sombras a las madrinas.
Las tomaron sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una. Tras ellas,
dócilmente, siguieron los caballos de cada tropilla. Así, los
seiscientos….
Cuando con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad:
¡Los blancos habían sido robados!....
La palidez con que Villegas recibió la noticia indicó que una
tormenta de ira iba a estallar. Mando buscar al segundo jefe del Regimiento,
el mayor Germán Sosa.
La orden fue tajante: armar una dotación de 50 hombres, incluir en
ella al sargento Carranza, y en media hora salir en persecución de
los indios ladrones. Si Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias,
debía recibir cuatro tiro por la espalda.
Entre los cincuenta individuos había tres cadetes: Prado, Supiche y
Villamayor. Marchaban también el mayor Rafael Solís, el capitán
Julio Morosini (el mismo que recibiera, años más tarde, la rendición
de Manuel Namuncurá en Fuerte General Roca) y los tenientes Spikerman
y Alba.
Se los racionó con una porción de charqui como para cuatro días,
y cien balas por hombre.
Villegas los vio partir, con la mirada sombría, desde la puerta del
rancho que oficiaba de comandancia, y le dijo al mayor Sosa, cuando pasaba
frente a él:
¡No se animen a volver sin los blancos!.
Marcharon cuatro horas. Cuando el solazo pampeano del mediodía comenzó
a morderles la nuca y el cansancio pesaba como una mochila sobre las espaldas,
acamparon a orillas de la laguna Mari Lauquen.
El mayor Sosa dispuso una guardia porque se hallaban ya en territorio dominado
por los indígenas. Durmieron hasta el atardecer, y reanudaron la marcha
no bien entró la noche. A las diez de la mañana del día
siguiente, hicieron alto para acampar.
Sosa había marchado silencioso durante toda la noche. Cuando detuvieron
la marcha ya había tomado una resolución. Llamó a Solís
y se la explicó brevemente: continuar esa expedición era conducir
el medio centenar de hombres a la muerte, sin beneficio alguno. Por consiguiente,
acamparían. Luego Sosa saldría durante la noche con el sargento
Carranza. Irían los dos en dereceras a alguna patrulla de indios con
la que se trabarían en lucha hasta caer muertos. A la mañana
siguiente, al percibir Solís la ausencia de Sosa y Carranza, debía
despachar descubiertas para buscarlos. Volverían sin encontrarlos,
o con sus cadáveres, y entonces Solís debía disponer
el regreso al campamento.
En tanto, debía salir ahora con el cabo Pardiñas a reconocer
un monte, y un bajo que se hallaban próximos, y en los que Sosa pensaba
establecer el campamento desde el que ejecutaría su plan suicida para
salvar a sus demás hombres de las iras de Villegas.
Pero estaba de Dios, que Sosa no iría a terminar sus días en
las trágicas circunstancias que había elegido. Media hora más
tarde, regresaba el cabo Pardiñas, haciendo señas desde lejos.
El propio mayor Sosa le salió al encuentro. Dios había puesto
en el camino de esos soldados la posibilidad de salvarse, a punta de coraje.
En el monte que desde la distancia Sosa había elegido para acampar,
había precisamente unos toldos. Y en el bajo de la laguna, ¡los
caballos blancos robados!.... Con ellos, una gran caballada que pastoreaba
sin vigilancia a la vista.
Cambiaron los caballos de marcha por los de reserva en un santiamén.
Y en el silencio más absoluto se acercaron, al paso. El mayor Solís
en tanto, había estado observándolo todo. La mayoría
de los indios de pelea -83 en total-, dormían en los toldos, o jugaba
a los naipes. Con ellos estaban 129 mujeres, niños y ancianos. Confiados
en exceso por la fortuna del golpe dado contra el cuartel de Villegas, no
habían puesto custodia; ni siquiera atado sus caballos. La forma de
atacarlos podía ser ésta: Unos veinte hombres debían
atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas. El resto cargaría
sobre los toldos para aplastar cualquier intento de reacción. Había
que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a
otras tolderías.
El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las
caballadas. Solís encabezó la carga a los toldos. Los caballos
blancos, no bien sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de
sus antiguos dueños, arremolináronse e hicieron punta hacia
el camino y el resto de la caballada los siguió. Nunca arreo tan grande
fue reunido en menos tiempo.
Sosa y Solís redujeron a la impotencia a la indiada. Cayeron sobre
ellos como una centella. El trompa de órdenes tocó llamada y
el pelotón al mando de Alba enderezó con los caballos hacia
los toldos. Mudaron caballos e iniciaron el regreso.
La furia en las lanzas
La retirada se dispuso de inmediato. Una fina columna de humo elevándose
en el horizonte indicaba el peligro. Era la que había encendido el
tropillero de la tolda, el único que alcanzara a escaparse del aluvión
mortal del mayor Sosa. Seguramente estaría llamando a otros indios
en su auxilio. ¡Pero los blancos se habían recuperado!.
La marcha iba a ser lenta. Había que empujar un arreo importante, y
la chusma prisionera. Por eso, 30 hombres se pusieron detrás de la
tropa como escolta. Y encima de ellos, una nueva orden terrible: matar al
animal que se cansara. Y seguir adelante.
Promediaba la tarde cuando comenzaron a ver, a sus espaldas, los primeros
contingentes indígenas, convocados por la llamada de humo. Para los
soldados, el recurso era acercarse lo más posible al campamento, y
si era factible, atravesar la famosa zanja de defensa, que mandara construir
por esos años el Ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina. Es decir,
dar tiempo al Regimiento a que saliera a defenderlos. Los indios, que también
habían comprendido, querían cortar a cualquier precio la marcha.
Caía la tarde cuando una numerosa columna les dio alcance. Corrían
de flanco para interponérseles. El comandante Prado –que dejó
relatado este episodio en su libro “La guerra al malón”-
así describe el episodio:
“Nahuel Payun en persona –el capitanejo más valiente de
Pincén- nos salía a la cruzada. Reunió cincuenta o sesenta
indios y se precipitó sobre las caballadas, resuelto a dispersarlas.
Antes de llegar tropezó con un grupo que mandaba Sosa y al pretender
desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini. El espectáculo
debió ser magnífico, imponente. Nosotros huyendo en una nube
de polvo, mezcladas mujeres y caballos, arreando las chinas y los animales
a punta de lanza, gritando como locos, y allá un poco a la izquierda,
la fuerza de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno
de alaridos, en medio del estruendo de las armas, pretendiendo los unos a
arrollar al puñado de bravos que se levantaba como inquebrantable barrera,
entre el furor del bárbaro y la presa del cristiano; forcejeando los
milicos por contener la horda ciega de ira y sedienta de venganza”.
Cuando el ataque fue rechazado, mudaron los caballos. Y luego apretaron la
marcha, ya con desesperación. Un nuevo ataque fue rechazado. A medianoche
hicieron una hora de alto, y luego continuaron la marcha. Los indios, en tanto,
los seguían a prudente distancia, pero no atinaban a cargarlos nuevamente.
Poco antes de llegar al campamento, Sosa dispuso cambiar caballos. Los soldados
montaron los blancos. Y así, con grave aire de compadres, como una
palpitante masa fantasmal, entraron a Trenque Lauquen.
Marchaban alineados, al tranco. Y Sosa pasó con la columna, polvorienta
y victoriosa, frente a la comandancia. Desde el vano de la puerta Villegas,
con el chambergo sobre la nuca, según su costumbre paisana, los vio
pasar. Silencioso. Todavía enculado…. Cuentan que estaba tan
pálido como sus caballos. Sin duda presentía que, a pesar de
haber sido vengada la audacia de los indios, el episodio del robo de sus blancos
correría por toda la pampa como una burla gritada, como el alarido
del salvaje golpeándose la boca, como una basureada más, acaso
una de las últimas que se permitía la indiada y como tal, todavía
más sabrosa…
Fuente:
Antook – El robo de los blancos de Villegas (2007)
Nario, Hugo I. – Basuriando al cristiano!
Prado, Manuel – La guerra al malón – EUDEBA, Buenos Aires
(1960).
Todo es Historia – Año II – Nº 14. Junio 1968.
Oscar
J. Planell Zanonem - Oscar A. Turone
Agrupación
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