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EFEMERIDES
HISTORICAS ARGENTINAS |
27 de enero de 1871 – Epidemia de Fiebre Amarilla en Buenos Aires
Desde su fundación hasta principios del último tercio del siglo
XIX, la ciudad de Buenos Aires fue azotada por varias pestes que probaron
la fortaleza de su población, el desempeño de las autoridades
sanitarias, el heroísmo de algunos, que ofrendaron sus vidas en pro
de la comunidad.
Esta peste histórica, que señaló el capitulo más
trágico de la historia de nuestra ciudad, no fue casual, sino debida
a una serie de circunstancias, tales como la procedencia de Asunción
del Paraguay, su itinerario por la vía fluvial paranaense, la negligencia
grave de la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires, el afincamiento en
el barrio de San Telmo, la pérdida de tiempo y recursos en la innecesaria
persecución de los inmigrantes y finalmente su propagación a
través de los barrios parroquiales de Buenos Aires por el mosquito
Aedes aegypti.
La peste que diezmó a la población de Buenos Aires, en el primer
semestre de 1871, había provenido de Asunción; se propago luego
a la ciudad de Corrientes y finalmente, a través de la vía fluvial
paranaense, penetró en nuestra ciudad, radicándose con toda
cizaña en el barrio de San Telmo.
En Asunción, el máximo apogeo se había producido en diciembre
de 1870, propagándose luego a los pueblos ribereños del río
Paraguay. Las noticias sobre la fiebre amarilla en el Paraguay creaban un
estado de aprensión en los porteños. El 29 de diciembre de 1870,
el doctor Luis Tamini, municipal del barrio de San Telmo, propuso el ensanche
del Lazareto Municipal, como medida de precaución, en el caso de que
se produjese una epidemia.
No obstante las medidas tomadas por las autoridades sanitarias de la Capitanía
de la Ciudad de Corrientes, el 9 de enero de 1871, el flagelo epidémico
arraigó en esa ciudad mesopotámica, cuya población no
sobrepasaba los 15.000 habitantes. De inmediato se estableció una cuarentena
de 15 días para los barcos que partían hacia Buenos Aires y
aquellos que hacían escala en Corrientes, a fin de contemplar todas
las embarcaciones que tenían como destino el puerto de Buenos Aires.
Sin embargo a veces se burlaban esas disposiciones, tal como aconteció
con el vapor Columba, que habiendo partido de Asunción el 5 de enero,
no tocó en los puertos argentinos del Paraná, y arribó
a Montevideo, y desde allí siguió viaje hacia Buenos Aires.
El 11 de enero, Arístides Cote falleció de tifus icteroide en
el Hospital General de Hombres, pero al practicar la autopsia el Dr. Larrosa
señalo que el deceso se había producido por una ictericia. Esta
noticia provocó cierta alarma entre las autoridades sanitarias, a tal
punto que la Municipalidad ordenó la construcción de dos pabellones
en el Lazareto Municipal y dictaminó que se practicaran las visitas
domiciliarias en las casas de inquilinato, bodegones y fondas y en cualquier
lugar donde hubiera hacinamiento, imponiéndose multas a los infractores.
En la segunda semana de enero, la población comenzó a intranquilizarse,
pues había la alarma de que existía cólera en la ciudad.
Una noticia periodística fue premonitoria de la entrada de la fiebre
amarilla: “las defunciones habidas ayer, 19 de enero, dentro del municipio
ascienden a 40. Desgraciadamente esto hace creer que estamos propensos a ser
amagados por algún flagelo, pues en épocas normales, el número
de defunciones rara vez excede de 28 a 30 individuos”. Si bien las estadísticas
no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la epidemia el 27
de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de Higiene Publica
de San Telmo. Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio de San
Telmo, las viviendas situadas en las calles Bolívar 392 y Cochabamba
113, primeros focos de iniciación y propagación de la mortal
epidemia.
En Bolívar 392, pequeño inquilinato de 8 cuartos de material,
la fiebre amarilla atacó sin piedad a una familia. El italiano Ángel
Bignollo de 68 de años de edad y su nuera Colomba de 18 años,
contrajeron la enfermedad siendo asistidos por el Dr. Juan Antonio Argerich,
quien no pudo detener el desenlace fatal. En el certificado de defunción
el Dr. Argerich expresó que el deceso del primero se debía a
una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los pulmones.
Ese diagnóstico, expresado erróneamente a sabiendas, tuvo la
finalidad de no alarmar a los inquilinos de la casa y a los vecinos del barrio;
pero en la notificación que Filemon Naón, comisario de la Sección
14, elevara al jefe de la policía, Enrique Gorman, se expreso que ambos
eran casos de fiebre amarilla.
El excesivo calor, la gran sequía que asolaba a la ciudad y las deficientes
condiciones sanitarias, favorecieron el desarrollo del mosquito Aedes aegypti
por los barrios de la ciudad. Las autoridades sanitarias, comisiones de higiene
y los facultativos comprometidos con la salud pública, ignoraban al
enemigo oculto, del cual poco se sabía y nada se sospechaba.
La Comisión de Higiene de San Telmo solicitó a los vecinos del
barrio, el cumplimiento de las siguientes medidas higiénicas:
1) Hacer fogatas con maderas, alquitrán y otros combustibles, cuyo
humo no sea nocivo, para desinfectar la atmósfera.
2) Blanquear las viviendas interiores y exteriores.
3) Desinfectar y asear las letrinas con cal.
En la sesión del 7 de febrero, la Municipalidad acordó que los
cadáveres de los amarílicos fuesen inhumados en el Cementerio
del Sud, seis horas después de ocurrido el deceso. Se prohibieron las
inhumaciones de los apestados, en el Cementerio del Norte. El 9 de febrero
la peste salió de su foco primitivo y prosiguió su marcha por
toda la ciudad.
Desalojo de los inquilinatos y persecución de los inmigrantes.
La Comisión Popular, atenta a los nacimientos de los distintos focos
de la peste, había verificado que estos se relacionaban con los lugares
en que existían aglomeraciones humanas. El articulo publicado por el
diario La Nación, de fecha 5 de Marzo de 1871, intitulado La mortalidad
y sus causas, decía: “… la fiebre ha buscado el punto de
mayor aglomeración y desaseo y lo ha atacado sin piedad. Inmediatamente
que se han hecho cesar las causas de la propagación, la peste ha desaparecido
encerrándose de nuevo en su guarida primaria. Sabido es que un nuevo
foco de peste se había anunciado en la calle Paraguay, entre Artes
y Cerrito. Averiguando el hecho, resultó que el lugar atacado, teniendo
capacidad para cincuenta personas, alojaba trescientas veinte. Pero había
algo peor… con un objeto que no es fácil adivinar, el locador
o dueño de esa casa no consentía que se sacasen las basuras
que se hacían diariamente en ella, que no serían pocas ni de
buena calidad. Iba amontonando en el fondo de la casa donde hacia 10 meses
que se estacionaban, por manera que, cuando se sacaron, fue necesario ocupar
10 grandes carros de los que hacen el servicio municipal. Allí dio
su asalto la fiebre amarilla, atraída sin duda por los inmundos efluvios
de aquella atmósfera, y la primera victima que hizo fue el mismo dueño
o arrendatario de la casa, en seguida fue atacada su mujer y murió…”
El día 9 de marzo, a 4 días de la aparición del articulo
de La Nación, en un acuerdo entre las autoridades del Municipio, la
Comisión Popular y el Gobierno, se dispuso proceder al inmediato desalojo
de todos los conventillos de la ciudad, en el término de cinco días,
y bajo la pena de que pasado el tiempo y no cumplida la disposición,
se emplearía la fuerza publica.
Mientras aumentaban las víctimas de la epidemia de fiebre amarilla,
los miembros de la Comisión Popular recorrían los barrios más
afectados, echando a la calle a todos los habitantes de los inmuebles donde
aparecía el terrible mal. Especialmente encargados de la misión
fueron Juan Carlos Gómez, Domingos Cesar, Manuel Argerich y León
Walls. A veces eran acompañados por miembros de la Comisión
de Higiene, y siempre por un piquete policial con orden de actuar cuando surgían
dificultades.
La mayoría de las veces la resistencia era mucha. No solo se desalojaban
los inquilinatos, también se incineraban todos los mubles, ropas y
demás cosas que hubieran estado en contacto con los enfermos.
Fueron los conventillos los que padecieron este tipo peculiar de requisa.
Los pobres inmigrantes allí hacinados, recién llegados al país
y medio muertos de miedo por el espanto que los rodeaba, recibían la
visita de la nutrida comisión, con la que apenas podían entenderse
las más de las veces por desconocer el idioma. Los desdichados, desarraigados,
perdidos en medio de la locura en que se hallaban sumergidos, contemplaban
entre desolados y temerosos a esos señores que les impartían
órdenes, incomprensibles la mayoría de las veces. Cuando comenzaban
las requisas, los echaban a los empujones a la calle, casi siempre sin dejarles
recoger sus pertenencias. Es natural que se resistieran, que gritaran, que
intentaran salvar lo poco que tenían. Pero todo cuanto había
en la casa estaba condenado a ser quemado.
El conventillo era encalado, desinfectado y luego cerrado. Los comisionados
y la policía se iban y quedaban los inmigrantes en la calle librados
a su suerte. Como la mayoría de los inmigrantes eran italianos, hubo
verdadera saña contra ellos. Una prueba de psicosis colectiva anti-italiana
la ofrece el historiador norteamericano Alison William Bunkley, al decir:
“…se culpo de la epidemia a los inmigrantes italianos. Se los
expulsó de sus empleos. Recorrían las calles sin trabajo, ni
hogar, algunos incluso murieron en el pavimento, donde sus cadáveres
quedaban con frecuencia sin recoger durante horas. Había un gran pedido
de pasajes para Europa. La compañía Genovesa vendió 5.200
pasajes en quinces días…”.
Escenas trágicas
A mediados del marzo, se había producido el éxodo de las dos
terceras partes de la población de San Telmo. Las familias y comerciantes
abandonaban sus hogares y huían despavoridos hacia pueblos de campaña,
olvidando a veces en el apresuramiento, cerrar las puertas de las viviendas.
Por esta causa fue incesante la actividad cumplida por el personal de la Comisaría
14, a cuyo frente se hallaba el comisario Lisandro Suárez. Permanentemente,
durante el día y la noche, el personal policial recorría las
calles, y al encontrar una casa abandonada la cerraba con candados, remitiéndose
la llave al jefe de la policía. Poco a poco, San Telmo se despoblaba
por la peste, y ese barrio tan dinámico se volvía sombrío
a medida que la fiebre amarilla penetraba en sus casonas, convertidas en grandes
inquilinatos. Gran cantidad de casas estaban abandonadas, expuestas a la voracidad
de los ladrones.
En la madrugada del 17 de marzo, Manuel Domínguez, sereno de la manzana
72, notó que la puerta de la casa situada en la calle Balcarce 384
estaba abierta. En cumplimiento de su deber llamó, y al notar que nadie
contestaba, penetró en el inquilinato, y encontró el cadáver
de una mujer, con una criatura de pecho, mamando. Condolido ante esa situación,
el sereno levantó al niño y lo entregó al ayudante quien
lo remitió al departamento de Policía. La madre se llamaba Ana
Cristina, residía con su marido enfermo en el barrio de la Boca, del
cual había sido conducida en el carro de pobres a la casa antedicha,
que estaba abandonada. Esta trágica escena pudo haber motivado al famoso
cuadro del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes.
Al tiempo que el gobierno nacional y el provincial decretaban feriado hasta
fin de mes, la Comisión de Higiene decidía finalmente adoptar
la grave medida de aconsejar al abandono de la ciudad. Era una cumplida demostración
de impotencia ante la calamidad reinante, y si bien ya Buenos Aires estaba
semi vacía, la actitud de las autoridades, aumentó el pánico.
Ya el 9 de abril el diario La Nación aconsejaba desde su editorial
el éxodo de la ciudad.
El editorial pintaba exactamente la triste realidad que se vivió en
abril de 1871. El consejo de evacuar llegó tarde, cuando la ciudad
ya estaba evacuada a medias y desordenadamente pero, si bien agravó
la fuga, las autoridades tomaron medidas para alojar a los fugitivos. El gobierno
provincial ya tenia listos, aquel 11 de abril, cien vagones del Ferrocarril
Oeste en Moreno, dispuestos para alojar a familias pobres y preparaba otros
cien en Merlo, además de setenta carpas en San Martín (hoy Ramos
Mejía). A su vez, la Comisión Popular dispuso la preparación
de casillas de emergencia.
En la primera quincena de abril, el terror epidémico había penetrado
en los hogares porteños. El abandono de las casas y la huida de las
dos terceras partes de la población, en la cual se contaban legisladores,
funcionarios de gobierno, miembros de la Corte Suprema de Justicia y profesionales
diversos, constituyeron la prueba fehaciente de la excesiva mortandad. Desde
el 30 de marzo hasta el 13 de abril, fueron inhumadas 5.377 víctimas
de la epidemia.
El progreso de la epidemia, el abandono de la ciudad de unos 62.000 habitantes,
que habían huido presas del terror, la feria declarada a las actividades
administrativas, con excepción de los indispensables organismos del
estado, la clausura de las escuelas y de las iglesias, el cierre del puerto,
transformaron a Buenos Aires en una gran aldea silenciosa.
A pesar que se expendían pasajes gratuitos para salir de la ciudad,
es indudable que la falta de transporte se debió principalmente al
apuro. La enfermedad dio motivos de sobra para que algunos inescrupulosos
obtuviesen dinero, haciendo pagar traslados a un costo extraordinario, o exigiendo
fortunas por el pago de ranchos miserables a las afueras de la ciudad. Las
casas abandonadas ya habían provocado la codicia de numerosos ladrones.
Muchas familias, a su regreso, encontraron sus casas virtualmente saqueadas.
A mediados del mes de abril, la epidemia comenzó a declinar, y en mayo
la población regresó a Buenos Aires, a sus casas, con la esperanza
de volver a su vida cotidiana.
A modo de conclusión
Hacia 1871, cuando Buenos Aires comenzaba a cambiar su fisonomía colonial
por la de una metrópolis moderna, el flagelo de la peste se abatió
sobre la ciudad. La epidemia tuvo pronto sus mártires y sus héroes,
sus momentos trágicos y sus anécdotas.
No por azar la fiebre amarilla azotó Buenos Aires. Distintos factores
decretaron la desgracia: las obras de salubridad inexistentes, viviendas precarias,
escaso o nulo control sanitario, y una casi actual despreocupación
oficial por el bienestar de la población.
De los habitantes de la ciudad, 14.000 aproximadamente perecieron. Nunca como
entonces la igualdad ante la muerte se hizo tan evidente. Noches y días,
carros fúnebres llevaban montañas de cadáveres, que saturaron
el Cementerio del Sur, y demandaron la creación del de la Chacarita.
La Reina del Plata cayó estoicamente durante la presidencia de Domingo
Faustino Sarmiento.
En San Telmo se vieron los primeros casos de fiebre amarilla, en enero de
1871, propagándose rápidamente a los barrios de Monserrat, Balbanera,
San Nicolás, San Miguel y Catedral al Sud. La hipótesis más
cuestionada era que los soldados que regresaban de la guerra del Paraguay,
como así los inmigrantes enfermos, propagaban el mal. No se conocía
la etiología del flagelo, y la inoperancia terapéutica colmaba
los limites razonables, se suministraba quinina a altas dosis, diaforéticos,
revulsivos cutáneos, tónicos amargos y hemostáticos...
Creado el cementerio de la Chacarita, el Ingeniero A. Ringuelet instaló
las vías de un ferrocarril que llevara los casos fatales desde Centro
América y Corrientes, transportados por “La Porteña”.
Hospitales y lazaretos trabajaron a ritmo agotador, morían médicos
y enfermeros, mientras se arbitraban medidas desesperadas. La Cruz de Hierro,
primera orden de caballería argentina, fue destinada a honrar a los
conductores de la defensa civil. Los ejemplos de altruismo se multiplicaron.
Se imputó injustamente el desarrollo de la epidemia al hacinamiento
en los conventillos, y quizás con más verdad, al sucio Riachuelo
y a los saladeros. Estas circunstancias fueron potenciadas por lluvias persistentes,
con la formación de pantanos, y un calor intenso, que favorecieron
la proliferación del mosquito, real responsable de la epidemia, de
quien aun no se sospechaba.
En el mes de junio, la fiebre amarilla se alejó para siempre. El gobierno
proclamo su mea culpa, y se impulsaron las medidas de salubridad y saneamiento
que, de haberse adoptado antes, sin duda hubieran impedido en mucho la propagación
de la enfermedad.
Fuente:
Fonso Gandolfo, Carlos - Public. de la Cátedra de Hist. de la Medicina,
Bs. As., Fac. de Medicina, UBA.
Garramone, Esteban Ignacio - 1871: La Epidemia de Fiebre Amarilla en Buenos
Aires, Bs.As. (2000).
Howlin, Diego – Vómito Negro, Historia de la Fiebre Amarilla
en Buenos Aires de 1871.
Jankilevich, Ángel - Hospital y Comunidad: de la Colonia a la Independencia
y de la Const. a la Rep.
Martín, Ernesto - Fiebre Amarilla.
Revista Persona (www.revistapersona.com.ar).
Scenna, Miguel Ángel - Cuando Murió Buenos Aires: 1871 - Bs.
As., La Bastilla, 1971.
Wyngaarden Cecil y col. - Medicina Interna - 19ed., Interamericana, 1994.
Oscar
J. Planell Zanonem - Oscar A. Turone
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