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EFEMERIDES
HISTORICAS ARGENTINAS |
13
de Diciembre de 1828 – Fusilamiento de Manuel Dorrego
A principios
de 1827 se había producido la brillante victoria de nuestras armas
en la guerra del Brasil, a raíz de la usurpación de la Banda
Oriental: el 9 de febrero el almirante Brown había derrotado a la escuadra
imperial en el Juncal y el día 20 del mismo mes Alvear hizo lo propio
-en tierra- en Ituzaingó. Las fuerzas brasileñas quedaron deshechas,
desmoralizadas y en plena dispersión. Pero esta página de gloria
sería manchada por una de las mayores vergüenzas que ha sufrido
la nación: cuando el general en jefe solicitó refuerzos y caballadas
a Buenos Aires para ocupar la provincia de Río Grande y marchar hasta
la capital del enemigo, se le negó. Alvear no cosecharía los
frutos de su victoria, la patria había dado su esfuerzo y su sangre
en vano, porque el gobierno de don Bernardino Rivadavia, en el momento de
nuestras armas triunfantes, ¡pedía desesperadamente la paz! Y
la pedía por la más miserable de las razones: para sofocar lo
que él llamaba anarquía interna –la resistencia rebelde
del interior a la tiranía surgida del manotón unitario- y disponer
de las fuerzas del ejército nacional para lanzarlas contra sus compatriotas.
Desoyendo el clamor del interior y el reclamo de patriotas como Pueyrredón,
que consideraba indecoroso iniciar gestiones de paz cuando se podían
imponer las condiciones más duras, el presidente Rivadavia envía
a Río de Janeiro al doctor Manuel J. García con instrucciones
rigurosas de obtener la paz a cualquier precio. De entrada, como fórmula
conciliadora, García no tuvo reparos en proponer la independencia de
la Banda Oriental, según sugestión recibida del ministro inglés
Lord Ponsonby –elegido como mediador- encargado de turno de perseguir
la permanente intención británica de obtener un puerto franco
en el Río de la Plata. No obstante la situación apurada de sus
ejércitos, el Emperador del Brasil, enterado de lo que ocurría
en Buenos Aires, no accedió. Lo cierto es que García terminó
firmando una convención preliminar por la cual nuestro país
reconocía los derechos del Emperador sobre la Banda Oriental y aceptaba
la incorporación al Imperio de la provincia Cisplatina. ¡Vencedores
completos en la guerra, derrotados completos en la paz!
Felizmente, la reacción del espíritu público en todo
el país, incluso en Buenos Aires, fue violenta y unánime. Conocidos
los términos del convenio, el pueblo se lanzó a la calle, airado,
en tumulto. Rivadavia tuvo que presentar la renuncia, que le fue inmediatamente
aceptada por el Congreso, e intentó instituir en “chivo emisario”
al ministro García, declarando que se había excedido en el cumplimiento
de su misión. Pero no logró engañar a nadie, ni siquiera
en su propio partido, que le hizo un vacío inmediato.
El Congreso eligió un presidente provisional en la persona de Vicente
López, quien designó a Juan Manuel de Rosas comandante general
de la campaña y convocó en un mes a elección de representantes
a la Legislatura de Buenos Aires, resultando una gran mayoría federal.
Fue electo gobernador el coronel Manuel Dorrego. Mientras, comienzan a llegar
a Buenos Aires los primeros escuadrones del ejército nacional que regresaban
de la campaña contra el Brasil. Por las calles de la ciudad el desfile
es seguido con emoción al par que con pena por el estado desfalleciente
de la tropa, que arriba con el uniforme hecho jirones. Algunos piensan que
después de los triunfos militares obtenidos frente al Brasil habría
que seguir la lucha; otros que “la tropa no tenía para cubrirse
sino andrajos y los soldados carecían hasta de yerba y de tabaco”.
Dorrego nombra en reemplazo del general Alvear a Lavalleja, que continuará
con las acciones favorables.
Las arcas de Buenos Aires estaban exhaustas. La administración Rivadavia
había sido ruinosa y había agotado los recursos del Estado en
gastos de mero boato y en combatir a sus enemigos políticos. Pero el
partido unitario había sido derrotado en todo el territorio, y el federalismo
se hallaba triunfante en las provincias. Por lo que el noble Dorrego desarrolló
su gobierno con gran moderación, sin amenazas ni persecuciones y con
su innata y proverbial generosidad. Es un valiente; su carrera militar lo
ha llenado de gloria; su arrojo y golpe de vista de guerrero nato se destacaron
en las victorias patriotas de Tucumán y Salta. Nombró embajadores
para tratar la paz en Río de Janeiro a los prestigiosos generales Juan
Ramón Balcarce y Tomás Guido, que suscribieron el tratado del
27 de agosto de 1828 que reconocía la independencia de la Banda Oriental
bajo la garantía de las dos potencias signatarias. La nueva y dolorosa
mutilación de territorio constituyó un episodio más de
la política intervencionista inglesa en el Río de la Plata,
con sus largas secuelas de guerras ganadas y paces perdidas. En esta oportunidad
el orgullo argentino trató de satisfacerse con el dudoso consuelo de
haber humillado al Emperador, obligándolo a desprenderse de la provincia
Cisplatina, que había jurado defender hasta la última gota de
su sangre.
La inquietud del gobierno –y la esperanza del estallido de un contragolpe
unitario- se fundaba en el regreso a Buenos Aires de las fuerzas destacadas
en la Banda Oriental, que venían anarquizadas por la inacción
y, sobre todo, por el pago irregular de varios meses, disgustadas por el resultado
de la guerra y minadas por la activa propaganda opositora. Pero Dorrego no
lo creía, porque tenía una concepción romántica
de la camaradería militar y consideraba absurdo que se alzaran contra
él sus compañeros de armas y de gloria, entre quienes contaba
tantos amigos. Cuando se le anunció que el jefe del golpe revolucionario
sería el general Juan Lavalle, tampoco lo creyó, atribuyendo
a simple bravata su lenguaje exaltado. Además, el gobernador acababa
de hacer públicos los manejos de la oligarquía unitaria, sus
alianzas con el capital inglés, sus denuncias contra los comerciantes
agiotistas, y conocía su total impopularidad en el interior. Los creía
derrotados para siempre y ése fue su error: Dorrego no lo tomaba en
serio a Lavalle.
Lavalle, que había ganado merecidos laureles en Chile, en Perú
y en Brasil, tenía en efecto fama de ser tan valiente como de poco
juicio. Se había hecho notorio por sus desplantes, con los que había
enfrentado al propio Libertador Bolívar, y poco tolerante en materia
de disciplina. Esteban Echeverría lo iba a pintar como “el sable
sin cabeza”. Era un típico porteño, capaz de las mayores
hazañas, pero de fondo frívolo y voluble, más pagado
del gesto que del acto y del parecer que del ser: condenado, en suma, a ser
instrumento de quienes supiesen halagar sus debilidades. En Buenos Aires había
caído en manos del círculo de los doctores unitarios, que lo
tenía como alelado y a cuyos miembros escuchaba como oráculos
por el destino personal seductor que le vaticinaban. Ellos le habían
hecho creer que Dorrego era el jefe de los anarquistas causantes de todos
los males, un tirano que oprimía al pueblo apoyado en la más
baja plebe, y un traidor a la patria. ¿Cómo no pondría
su espada al servicio de la civilización, el orden y la virtud?
El 20 de noviembre llegó a Buenos Aires la primera división
del ejército de la Banda Oriental al mando del general Enrique Martínez.
Diez días después Juan Manuel de Rosas manda un aviso al gobernador
Dorrego: “El ejército nacional llega desmoralizado por esa logia
que desde hace mucho tiempo nos tiene vendidos”. Al día siguiente,
1º de diciembre de 1828, estallaba el pronunciamiento. Los cuerpos de
línea del ejército, toda la división de Enrique Martínez,
íntegramente sublevada, penetra en la plaza de la Victoria al mando
de Juan Lavalle y de Olavarría, héroes de las guerras de la
independencia y ambos de la flor y nata del “centro” porteño.
Grupos de civiles unitarios los rodean y aclaman, destacándose la sombría
figura del doctor Agüero, que hacía las veces de director de la
función. Sin fuerzas para resistir a los regimientos de línea,
Dorrego abandonó el Fuerte por la puerta trasera y se dirigió
al campamento de las milicias de Rosas en San Vicente.
El general Lavalle salió en persecución del gobernador con un
regimiento de caballería. Contra la opinión de Rosas, Dorrego
decidió esperarlo y hacerle frente. El 9 de diciembre se encontraron
en las proximidades de Navarro, donde las milicias de gauchos mal armados
fueron derrotadas y dispersas por las experimentadas tropas de línea.
Mientras Rosas se dirigió al norte a pedir auxilio al gobernador de
Santa Fe, Dorrego buscó incorporarse al Regimiento 3 en las proximidades
de Areco, al mando de su amigo el coronel Angel Pacheco. Pacheco efectivamente
le dio asilo y se puso a sus órdenes, pero los comandantes Acha y Escribano
amotinaron la tropa, apresaron a Dorrego y lo llevaron hacia la Capital. En
el camino recibieron orden de cambiar de rumbo y conducir al prisionero al
campamento de Navarro donde se hallaba Lavalle.
Dorrego pidió a Lavalle garantías para su persona y un salvoconducto
para marchar al extranjero. Pero la logia unitaria había decidido que
debía morir. Así se apuraron en recordárselo al general
premiosas cartas escritas por los doctores para contrarrestar los pedidos
de clemencia o un posible desfallecimiento de la voluntad. “Nada de
medias tintas”, decía Juan Cruz Varela, mientras se regocijaba
en El Pampero: “La gente baja ya no domina, y a la cocina se volverá”.
“Hay que cortar la primera cabeza de la hidra”, afirmaba Agüero.
Salvador María del Carril, más categórico, refería:
“Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo antes de
ahora. Ha llegado el momento de ejecutarlo. (...) Una revolución es
un juego de azar donde se gana la vida de los vencidos”.
Hace hoy ciento setenta y ocho años, el día 13 de diciembre
de 1828 llegó el prisionero Dorrego al campamento de Navarro, y se
le comunicó que sería fusilado en una hora. Lavalle no quiso
–o no pudo- verlo.
El periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), un
lúcido intelectual de la segunda mitad del siglo XIX, escribió
sobre el martirio de Manuel Dorrego: “Fue un apóstol y no de
los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino
apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña
convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y
la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día
de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar
su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo
de misterio.
Se dejó matar con la dulzura de un niño; él, que había
tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir
como los héroes y morir como los mártires”.
Ante la descalificación popular, el golpe decembrista fracasó
totalmente y debió recurrir a una feroz tiranía que, en esos
mismos días, San Martín reprobó en su retorno al país.
Negándose a desembarcar en febrero de 1829, rechazó el papel
de “verdugo de mis conciudadanos”, mientras que Lavalle y sus
tropas veteranas eran derrotadas el 25 de abril en Puente de Márquez
por las milicias de Estanislao López y de Rosas. Pero serían
tantos los crímenes de ese año trágico de 1829, que es
el único en la demografía de Buenos Aires donde las defunciones
superaron a los nacimientos: hubo 4.658 muertes, cuando en 1827 fueron 1.904
y en 1828, 1.788. La expresión “salvajes unitarios” que
entonces se popularizó no fue para nada antojadiza.
El fusilamiento de Dorrego convirtió a Juan Manuel de Rosas en el jefe
indiscutido de los federales, durante un cuarto de siglo. A su previsión
y tacto se debió la derrota unitaria y la consiguiente victoria federal,
cuando se convirtió en el héroe aclamado de las clases populares.
Claro que también el fusilamiento inauguró un período
larguísimo de guerras civiles que por décadas iba a regar de
sangre y luto el territorio argentino.
Fuente: Investigación histórica de Ernesto Palacio.
Oscar
J. Planell Zanonem - Oscar A. Turone
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