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HISTORICAS ARGENTINAS |
10 de Abril de 1867 - Combate del Pozo de Vargas
El 10
de abril de 1867, en torno al jagüel de Vargas, en el camino apenas saliendo
de La Rioja a Catamarca, durante siete horas desde el mediodía hasta
el anochecer, se libró la batalla más sangrienta de nuestras
guerras civiles.
Los primeros días de abril el ejército “nacional”
(mitrista) del Noroeste –reforzado con los veteranos del Paraguay y
su brillante oficialidad y con los cañones Krupp y fusiles Albion y
Brodlin que los buques ingleses habían descargado poco antes en el
puerto de Buenos Aires- al mando del general liberal Antonio Taboada (del
clan familiar unitario de ese apellido que dominó Santiago del Estero
durante casi todo el siglo XIX), entró a la ciudad capital de La Rioja
aprovechando la ausencia de su caudillo y obligó al coronel Felipe
Varela a volver al sur para liberarla. Al frente de los batallones de su montonera
iban los famosos capitanes Santos Guayama, Severo Chumbita, Estanislao Medina
y Sebastián Elizondo. En plena marcha, el día 9 el caudillo
invitó caballerescamente a Taboada “a decidir la suerte y el
derecho de ambos ejércitos” en un combate fuera de la ciudad
“a fin de evitar que esa sociedad infeliz sea víctima de los
horrores consiguientes a la guerra y el teatro de excesos que ni yo ni V.S.
podremos evitar”. Pero el general no era ningún caballero y no
respondió. Ubicó sus fuerzas en el Pozo de Vargas, una hondonada
de donde se sacaba barro para ladrillos, en el camino por donde venían
las montoneras. El sitio fue elegido con habilidad porque Varela llegaría
con sus gauchos al mediodía del 10, fatigados y sedientos por una marcha
extenuante, a todo galope y sin descanso. Mientras, los “nacionales”
habían destruido los jagüeles del camino, dejando solamente al
de Vargas, a la entrada misma de la ciudad, a un par de kilómetros
del centro. Taboada les dejará el pozo de agua como cebo, disimulando
en su torno los cañones y rifles; sus soldados eran menos que los guerrilleros,
pero la superioridad de armamento y posición era enorme.
En efecto, la montonera se arrojó sedienta sobre el pozo (“tres
soldados sofocados por el calor, por el polvo y el cansancio expiraron de
sed en el camino”), y fue recibida por el fuego del ejército
de línea. Una tras otra durante siete horas se sucedieron las cargas
de los gauchos a lanza seca contra la imbatible posición parapetada
de los cañones y rifles de Taboada. En una de esas Varela, siempre
el primero en cargar, cayó con su caballo muerto junto al pozo. Una
de las tantas mujeres que seguían a su ejército –que hacían
de enfermeras, cocineras del rancho y amantes, pero que también empuñaban
la lanza con brazo fuerte y ánimo templado cuando las cosas apretaban-
se arrojó con su caballo en medio de la refriega para salvar a su jefe.
Se llamaba Dolores Díaz pero todos la conocían como “la
Tigra”. En ancas de la Tigra el caudillo escapó a la muerte.
Al atardecer de ese trágico día de otoño se dieron las
últimas y desesperadas cargas, y con ellas se terminaron de hundir
todas las esperanzas de un levantamiento federal del interior en favor de
la nación paraguaya de Francisco Solano López y la “guerra
de la Unión Americana”. Con un puñado de sobrevivientes
apenas, Felipe Varela dio la orden de retirada, diciendo –despechado-
al volver las bridas: “¡Otra cosa sería / armas iguales!”.
La retirada se hizo en orden: Taboada no estaba tampoco en condiciones de
perseguir a los vencidos. Pero del aguerrido y heroico ejército de
5.000 gauchos que llegaron sedientos al Pozo de Vargas al mediodía,
apenas quedaban 180 hombres la noche de ese dramático 10 de abril de
1867. Los demás han muerto, fueron heridos o escaparon para juntarse
con el caudillo en el lugar que los citase, que resultó ser la villa
de Jáchal. Pero Taboada también había pagado su precio:
“La posición del ejército nacional –informa a Mitre-
es muy crítica, después de haber perdido sus caballerías,
o la mayor parte de ellas, y gastado sus municiones, pues en La Rioja no se
encontrará quien facilite cómo reponer sus pérdidas”.
En efecto, como nadie le facilitaba alimentos ni caballos voluntariamente,
saqueó la ciudad durante tres días.
Alto, enjuto, de mirada penetrante y severa prestancia, Felipe Varela conservaba
el tipo del antiguo hidalgo castellano, tan común entre los estancieros
del noroeste argentino. Pero este catamarqueño se parecía a
Don Quijote en algo más que la apariencia física. Era capaz
de dejar todo: la estancia, el ama, la sobrina, los consejos prudentes del
cura y los razonamientos cuerdos del barbero, para echarse al campo con el
lanzón en la mano y el yelmo de Mabrino en la cabeza, por una causa
que considerase justa. Aunque fuera una locura. Fue lo que hizo en 1866, frisando
en los cincuenta años, edad de ensueños y caballerías.
Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, el Quijote de los Andes no tendría
la sola ayuda de su escudero Sancho en la empresa de resolver entuertos y
redimir causas nobles. Todo un pueblo lo seguiría por los llanos. Varela
era estanciero en Guandacol y coronel de la nación con despachos firmados
por Urquiza. Por quedarse con el Chacho Peñaloza (también general
de la nación) se lo había borrado del cuadro de jefes. No le
importó: siguió con la causa que entendía nacional, aunque
los periódicos mitristas lo llamaran “bandolero”, igual
que a Peñaloza.
La muerte del Chacho lo arrojó al exilio en Chile. Allí leyó
dolido sobre la iniciación de la impopular guerra al Paraguay. Además,
presenció el bombardeo de Valparaíso por el almirante español
Méndez Núñez, y se enteró con indignación
que Mitre se negaba a apoyar a Chile y Perú en el ataque de la escuadra.
Si no le bastara la evidencia de la guerra contra Paraguay, ahí estaba
la prueba del antiamericanismo del gobierno de su país. Pero cuando
conoció en 1866 el texto infame del Tratado de la Triple Alianza (revelado
desde Londres), no lo pensó dos veces. Dio orden que vendieran su estancia
y con el producto compró unos fusiles Enfield y dos cañoncitos
(los “bocones” los llamará) del deshecho militar chileno.
Equipó con ellos a unos cuantos exiliados argentinos y esperaron el
buen tiempo para atravesar la cordillera. Cuando se hizo practicable, al principio
del verano, retornó a la patria mientras la noticia de Curupaytí
con sus 10.000 bajas sacudía a todo el país. Como la plata no
le daba para contratar artilleros, los bocones apuntarían al tanteo,
pero Varela no reparaba en esas cosas. En lo que sí gastó su
dinero fue también en ¡una banda de músicos!, para amenizar
el cruce de la cordillera y alentar las cargas futuras de su “ejército”.
Esa banda crearía la zamba, la canción épica de la "Unión
Americana" en sus entreveros, la más popular de las músicas
del Noroeste argentino.
A mediados de enero está en Jáchal, San Juan, que será
el centro de sus operaciones. La noticia del arribo del coronel con dos batallones
de cien plazas, sus dos bocones y su banda de música corrió
como el rayo por los contrafuertes andinos. Cientos, y luego miles de gauchos
de San Juan, La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Luis y Córdoba sacaron
de su escondite la lanza de los tiempos del Chacho, custodiada como una reliquia,
ensillaron el mejor caballo y, con otro de la brida, galoparon hacia el estandarte
de enganche. A los quince días el coronel contaba más de 4.000
plazas con apenas 100 carabinas. No hay uniformes, ni falta que hacen: la
camiseta de frisa colorada es distintivo suficiente; un sombrero de panza
de burro adornado con ancha divisa roja (“¡Viva la Unión
Americana! ¡Mueran los negreros traidores a la patria!”) protege
del sol de la precordillera. A veces la divisa se ciñe como una vincha
sobre la frente, evitando que la tupida melena caiga sobre los ojos. Y, ¡cosa
notable!, hay una disciplina inflexible: un soldado de la Unión Americana
debe ser ejemplo de humanidad, buen comportamiento y obediencia. Por las tardes,
Varela les leía la Proclama que había ordenado repartir por
toda la República:
“¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria
flameó victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada
jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas
del caudillo Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero
Bellaco, Tuyutí. Curuzú y Curupaytí. Nuestra nación,
tan grande en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan
engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando empeñada
en más de cien millones y comprometido su alto nombre y sus grandes
destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que
después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.
“Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los
provincianos, que muchos de nuestros pueblos han sido desolados, saqueados
y asesinados por los aleves puñales de los degolladores de oficio:
Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos, Irrazával y otros varios dignos
de Mitre.
“¡Basta de víctimas inmoladas al capricho de mandones sin
ley, sin corazón, sin conciencia! ¡Cincuenta mil víctimas
inmoladas sin causa justificada dan testimonio flagrante de la triste e insoportable
situación que atravesamos y es tiempo de contener!
“¡Abajo los infractores de la ley! ¡Abajo los traidores
de la patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al
precio del oro, las lágrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental!
“Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución,
la paz y la amistad con el Paraguay y la unión con las demás
repúblicas americanas.
“¡Compatriotas nacionalistas! El campo de la lid nos mostrará
el enemigo. Allí os invita a recoger los laureles del triunfo o la
muerte vuestro jefe y amigo, el coronel Felipe Varela”.
Un día llega a los fogones de Jáchal donde se preparaba el ejército
nada menos que Francisco Clavero, a quien se tenía por muerto desde
las guerras del Chacho cuatro años atrás. Antiguo granadero
de San Martín en Chile y el Perú, era sargento al concluir la
guerra de la Independencia. Integrará bajo Rosas las guarniciones de
fronteras donde su coraje y comportamiento lo hacen mayor. Don Juan Manuel
lo llevará mas tarde al regimiento escolta con el grado de teniente
coronel. Asiste a la batalla de Caseros –del lado argentino- y será
con el coronel Chilavert el último en batirse contra la división
brasileña del marqués de Souza. Urquiza, que prefería
rodearse de federales antes que de unitarios, después de Caseros no
admite su solicitud de baja y en 1853 estará a su lado en el sitio
de Buenos Aires. Con las charreteras de coronel otorgadas por Urquiza combate
en el Pocito contra los “salvajes unitarios” y fusila al gobernador
Aberastain después de la batalla. Cuando llegan las horas tristes de
Pavón debe escapar a Chile perseguido por la ira de Sarmiento, pero
vuelve para ponerse a las órdenes del Chacho. Herido gravemente en
Caucete, cae en poder de los “nacionales” que lo han condenado
a muerte y tienen pregonada su cabeza. Sarmiento, director de la guerra, ordena
su fusilamiento, que no llega a cumplirse por uno de esos imponderables del
destino: un jefe “nacional” cuyo nombre no se ha conservado, compadecido
del pobre Clavero, lo remite con nombre supuesto entre los heridos nacionales
al hospital de hombres de Buenos Aires e informa al implacable director de
la guerra que la sentencia “debe haberse ejecutado” porque el
coronel “no se encuentra entre los prisioneros”.
Un milagro de su físico y de la incipiente ciencia quirúrgica
le salva la vida en el hospital. No obstante faltarle un brazo y tener un
parche de gutapercha en la bóveda craneana, abandona el hospital cuando
llegan a Buenos Aires las noticias del levantamiento del norte. El viejo sargento
de San Martín consigue llegar al campamento de Varela, donde todos
lo tenían por muerto; se dice que, sin darse a conocer entre la tropa
–donde su nombre tenía repercusión de leyenda- se acercó
a un fogón, tomó una guitarra y punteando con su única
mano cantó:
“Dicen que Clavero ha muerto,
y en San Juan es sepultado.
No lo lloren a Clavero,
Clavero ha resucitado”
El entusiasmo de los gauchos fue estruendoso, tanto que sus ecos retumbaron
en Buenos Aires, donde los diarios se preguntaban por qué no se cumplió
la sentencia contra el coronel federal, y quién era responsable por
no haberlo hecho. La noticia de la resurrección de Clavero llegó
hasta Inglaterra, donde Rosas, viejo y pobre pero nunca amargado ni ausente
de lo que ocurría en su patria, seguía con atención la
“guerra de los salvajes unitarios contra el Paraguay” y llegó
a esperar que fuera realidad la unión de los pueblos hispánicos
“contra los enemigos de la causa americana”. El 7 de marzo de
1867 escribe a su corresponsal y amiga Josefa Gómez (otra ferviente
paraguayista), en una carta que se guarda en el Archivo General de la Nación:
“Al coronel Clavero, si lo ve V., dígale que no lo he olvidado
ni lo olvidaré jamás. Que Dios ha de premiar la virtud de su
fidelidad”.
Pero volvamos al Quijote de los Andes, que después del desastre de
Pozo de Vargas no se siente vencido. Entra a Jáchal entre el repique
de las campanas y el júbilo del pueblo entero. A los pocos días
sus fuerzas aumentan con los dispersos que llegan de todos los puntos cardinales
y se dispone a marchar por los llanos. En los altos de la marcha, los sobrevivientes
cantan la letra original de la zamba de Vargas.
Los “nacionales” vienen
¡Pozo de Vargas!
tienen cañones y tienen
las uñas largas.
¡A la carga muchachos,
tengamos fama!
¡Lanzas contra fusiles!
Pobre Varela,
que bien pelean sus tropas
en la humareda.
¡Otra cosa sería
armas iguales!
Luego el ejército mitrista se apropiaría de esa música
y le cambiaría la letra a la zamba de Vargas.
El coronel es baqueano de la cordillera. Deja la villa y por escondidos senderos
se interna en las montañas para caer por sorpresa en los lugares más
inesperados. Es una guerra de recursos, difícil, pero la única
posible cuando no se tienen armas y se sabe que la inmensa mayoría
de la población le apoyará y seguirá. Como un puma se
desliza entre sus perseguidores. No se sabe donde está. Diríase
que está en todas partes al mismo tiempo. No es posible arrearse maneado
un contingente de “voluntarios” para la guerra del Paraguay, porque
los jefes “nacionales” siempre temen que Varela se descuelgue
de los cerros y ponga en libertad a los forzados como hizo el otro Quijote,
el de la Mancha, con los galeotes. Pero estos no le pagarán a pedrada
limpia, sino que se le unen para seguir la lucha imposible por la alianza
con las repúblicas de la misma sangre. Cuerpeando las divisiones nacionales,
Varela se desliza por los pasos misteriosos de la cordillera. En octubre,
mientras se lo supone en San Juan y se lo espera en Catamarca, Varela baja
de la cordillera con mil guerrilleros, esquiva a los “nacionales”
que han corrido a cerrarle el paso, y al galope va a Salta donde espera proveerse
de armas y alimentos. Toma la ciudad por una hora escasa (aunque los defensores
contaban con 225 entre escopetas y rifles contra 40 de las montoneras). De
allí siguió a Jujuy y por la quebrada de Humahuaca llegó
a Bolivia, donde Melgarejo –en ese momento simpatizante del Paraguay-
le dio asilo. En Potosí, Varela publicará un manifiesto explicando
su conducta y prometiendo el regreso.
Cuando Mitre terminó su presidencia y lo reemplaza el candidato opositor
Sarmiento, se esperó por un momento que terminase la guerra con Paraguay.
No hubo tal cosa, y eso decide el regreso de Varela. (También que Melgarejo
ha cambiado de opinión y ahora está muy amigo de Brasil). El
coronel, con escasos seguidores y sin armas de fuego, toma el camino de Antofagasta.
Su hueste no alcanza a cien gauchos. La “invasión” amedrenta
en Buenos Aires, que manda al general Rivas, al coronel Julio A. Roca y a
Navarro a acabar definitivamente con el ejército gaucho. No tremolará
mucho tiempo el estandarte de la Unión Americana en la puna de Atacama.
Basta un piquete de línea para abatirlo en Pastos Grandes el 12 de
enero de 1869. Los dispersos intentan volver a Bolivia, pero Melgarejo lo
impide.
Toman entonces el camino de Chile. Dada la fama del caudillo, el gobierno
chileno manda un buque de guerra para desarmar al “ejército”.
Encuentran un enfermo de tuberculosis avanzada y dos docenas de gauchos desarrapados
y famélicos. Les quitan las mulas y los facones y los tienen internados
un tiempo. Después los sueltan, vista su absoluta falta de peligro.
Varela se instala en Copiapó, donde morirá el 4 de junio de
ese año. “Muere en la miseria –informará el embajador
Félix Frías al gobierno argentino- legando a su familia que
vive en Guandacol, La Rioja, sólo sus fatales antecedentes”.
Pero también debemos decir que Felipe Varela nos dejó a los
argentinos –además de su magistral legado de hombría de
bien, dignidad y coraje- una creación esencial de nuestro patrimonio
cultural, al traer la zamacueca chilena que tocaban los músicos para
distraer los ocios y entonar el combate de sus montoneras. Tal vez la tierra
argentina y el acento del canto de los gauchos hizo mucho más lánguidos
sus compases. Lo cierto es que en los fogones de Jáchal y en los llanos
riojanos nacerá la zamba, que rápidamente se extenderá
por toda la región.
Fuente: Agenda de Reflexión Nº 271, Año III, Buenos Aires,
Lanzas contra fusiles. Investigación histórica de José
María Rosa.
*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*
10 de Abril de 1871 - Fallecimiento del Gral. Lucio Norberto Mansilla
Nació
en la ciudad de Buenos Aires en el año 1792. Recibió la mejor
educación que por ese entonces era posible obtener y manifestó,
ya desde sus tempranos años, la fuerza de su carácter, su clara
y lúcida inteligencia y una audacia que se mostraría en toda
su magnitud durante la guerra contra los anglo-franceses, en 1845.
Como tantos de sus coetáneos, en junio de 1806 se alistó en
las filas de Liniers para participar en las gloriosas jornadas de la Reconquista,
las cuales culminaron el 12 de agosto con la rendición del General
británico Beresford. En el mes de octubre de 1806, se alistó
como soldado en la fuerza que debía socorrer a la plaza de Montevideo
(sitiada por los ingleses), que se encontraba al mando de Santiago de Liniers.
Bajo las órdenes del Coronel Prudencio Murguiondo, intervino en la
aprehensión del depuesto virrey Rafael Sobremonte.
El 2 de julio de 1807 y durante el ataque de Whitelocke a Buenos Aires, Mansilla
tomó parte en los combates de los Corrales de Miserere, que dieron
inicio a la segunda derrota británica en el Plata.
Cinco años después, con la jerarquía de Teniente, sirvió
a órdenes del General Artigas en la Banda Oriental, contra los portugueses.
Se incorporó luego al ejército de Rondeau, que sitiaba Montevideo,
y en 1813 integró la expedición del Coronel Domingo French,
cuyo objetivo era la conquista de la fortaleza lusitana "El Quilombo",
en la línea del Yaguarón. Durante el ataque a dicha posición,
Mansilla fue herido de bala el 12 de mayo, reconociendo el gobierno su coraje
en la Gaceta de Buenos Aires del día 5 de junio de 1813. Una vez curado,
intervino en todas las operaciones ejecutadas hasta la rendición de
las fuerzas realistas (23 de junio de 1814). Por esta campaña obtuvo
un escudo de plata y fue declarado "benemérito de la Patria en
grado heroico".
En 1815, fue enviado por el gobierno a Cuyo con algunos reclutas y armamentos.
San Martín lo nombró mayor de plaza en San Juan, asignándole
la instrucción de 600 hombres de tropa, quienes más tarde revistarían
en los célebres batallones 7 y 11, de brillante desempeño en
Chacabuco y Maipú.
A continuación, fue comandante militar de Jáchal y el Libertador
lo designó luego comandante general de las cordilleras del sur de los
Andes.
Iniciada la campaña de Chile, el General San Martín supo apreciar
su capacidad, dándole un puesto de importancia como segundo jefe de
la Primera División de Vanguardia, a pesar de su jerarquía de
Mayor Graduado. Como tal, peleó en Chacabuco. Fue condecorado con una
medalla de oro por el gobierno nacional y Chile lo recompensó con la
Orden de la Legión al Mérito en grado de Oficial, consistente
en una medalla y cordones. Estuvo en Maipú y, bajo el mando de Las
Heras, actuó en la campaña al sur de Chile.
En 1820, la anarquía bonaerense lo encontró en su ciudad natal.
Mansilla intervino en la elaboración del Tratado del Pilar, celebrado
el 23 de febrero de ese año entre Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos.
Allí tomó contacto con el caudillo entrerriano Francisco Ramírez,
quien, deseoso a esas alturas de liberarse de la influencia de Artigas, invitó
al porteño a unirse con él para convencer al "Protector
de los Pueblos Libres" de la conveniencia de aceptar el tratado. El gobernador
Sarratea lo autorizó y Mansilla marchó a Entre Ríos.
Se produjo luego la ruptura definitiva entre Ramírez y Artigas, que
concluyó con la expatriación de éste y la muerte de aquél.
Mansilla fue elegido gobernador y capitán general por los representantes
de Entre Ríos. Estrechó las relaciones con Buenos Aires y concertó
la paz con Santa Fe. Hizo esto a su manera: se le presentó una noche
a Estanislao López, solo y desarmado, expresando que no volvería
hasta haber solucionado sus diferencias.
Por su iniciativa, los territorios de Corrientes y Misiones, dependientes
de Entre Ríos, fueron erigidos en provincias que elegían a sus
propios gobernadores. Además, Mansilla hizo sancionar, en 1821, la
primera constitución provincial para Entre Ríos, la cual él
mismo había elaborado junto con Domingo de Oro y el doctor Pedro J.
Agrelo. Al concluir su mandato, rehusó continuar en el cargo para no
sentar precedentes, a pesar de haber sido reelecto tres veces.
Al ser elegido diputado al Congreso General Constituyente de las Provincias
Unidas, se pronunció por la adopción del régimen unitario
de gobierno.
En 1826, se produjo la guerra con el Imperio del Brasil. Rivadavia nombró
a Mansilla comandante general de la costa en el mes de septiembre. En ese
cargo, Mansilla desplegó una notable actividad, organizando varios
cuerpos para el Ejército, remitiendo al cuartel general armamentos,
vestuario, caballadas y materiales diversos y uniéndose finalmente,
al frente de su división, a las fuerzas comandadas por el General Alvear.
Como General de División, participó en forma destacada en el
combate de Camacuá persiguiendo al enemigo, por lo que mereció
una mención especial. Poco después, libró la batalla
del Ombú (15 de febrero de 1827), en la cual, conduciendo a los 1.800
hombres de su división, derrotó y dispersó a la mejor
caballería imperial, mandada por el General Bentos Manuel Riveiro.
La dispersión evitó que dichas tropas intervinieran en la batalla
de Ituzaingó, tres días después. El desempeño
de Mansilla en esta acción de guerra fue brillante, por lo que Alvear
lo recomendó al gobierno, que le concedió el uso de un escudo
y cordones.
Luego, fue jefe de Estado Mayor hasta que el Ejército Nacional se retiró
a cuarteles de invierno. En ese año de 1827, Mansilla fue designado
diputado por La Rioja a la Convención de Santa Fe y, con autorización
del Poder Ejecutivo, aceptó el cargo. Cuando comenzó la guerra
civil, Mansilla decidió no tomar parte en ella y se retiró a
la vida privada.
Ya en 1834, el gobernador de Buenos Aires, General Viamonte, lo nombró
jefe de policía de la ciudad. Mansilla emprendió entonces la
organización de esta repartición y obtuvo resultados sobresalientes.
Creó la institución de los serenos, redactó los reglamentos
generales (los que luego tomaron como modelo para sus propias fuerzas policiales
los gobiernos de Brasil y de la República Oriental) y emprendió
varias obras públicas, como el camino del Riachuelo a la Boca y el
muelle del Margen. Continuó en sus funciones hasta que se inició
la guerra contra la confederación peruano-boliviana presidida por el
Mariscal Santa Cruz.
Entonces, el gobierno lo nombró comandante en jefe del Ejército
de Reserva, el cual debía organizar en Tucumán. Mansilla persistió
en su negativa a dejarse arrastrar a las luchas civiles en que se enfrentaban
unitarios y federales. Pese a ser cuñado de Juan Manuel de Rosas, mantuvo
su independencia respecto de los bandos en lucha. Solamente aceptó
una comisión del gobernador de Buenos Aires: acompañó
al enviado francés, Capitán Eduard Halley, el 4 de diciembre
de 1840, a entrevistarse con el General Lavalle, jefe unitario que había
sido derrotado en Quebracho Herrado, para ofrecerle, por parte de Francia,
una salida favorable si abandonaba la guerra y el país, oferta que
Lavalle rechazó.
En 1838, 1840, 1842 y 1844, Mansilla integró la Sala de Representantes
o Legislatura de la provincia de Buenos Aires, en cuyo recinto se alzó
su voz para sostener los derechos de la nación y la justicia de su
causa en la guerra colonialista que llevaba a cabo Francia contra la Confederación
Argentina.
Al producirse en 1845 la llamada intervención anglo-francesa, que era,
en realidad, una guerra no declarada, el General Mansilla fue designado jefe
del Departamento del Norte por Rosas y recibió la orden de fortificar
y artillar las costas del Paraná a fin de negar la navegación
por ese río a la escuadra enemiga. Es bien conocida su heroica defensa
de la Vuelta de Obligado (20 de noviembre de 1845), combate que representó
una victoria táctica para los aliados, pero también, paradójicamente,
una derrota estratégica, dado que los objetivos de los intervinientes
no pudieron lograrse. Después de Obligado, volvió a combatir
a los anglo-franceses en Acevedo, San Lorenzo y el Quebracho.
Concluida esta lucha, Mansilla no volvió a tomar las armas hasta 1852,
en que Rosas lo nombró comandante en jefe de las fuerzas de la ciudad
de Buenos Aires. En ese momento, las tropas de Urquiza marchaban hacia la
capital provincial.
Después de Caseros, Mansilla se retiró a Francia, donde su prestigio
y su don de gentes le abrieron las puertas de la corte imperial de Napoleón
III y permitieron que fuera recibido en los altos círculos parisinos
con el mayor de los respetos.
De regreso a Buenos Aires, se mantuvo apartado de las contiendas políticas
y se dedicó a su familia y amistades. Su casa se convirtió en
el lugar de reunión de los notables de la época y, en ese ambiente
culto y refinado, creció quien llegaría a ser el autor de Una
excursión a los indios ranqueles, el General Lucio Victorio Mansilla.
Sobrevivió a casi todos sus camaradas y cuando murió, el 10
de abril de 1871, llevaba sobre sus espaldas medio siglo de generalato, siendo
el más antiguo de la República.
Las autoridades nacionales no asistieron a su entierro. Tampoco se le rindieron
los honores fúnebres correspondientes a su rango. Al pie de su tumba,
uno de sus amigos, Diego G. de la Fuente, expresó de esta forma el
homenaje de sus compatriotas: "No sé, señores, en qué,
ni cómo, se perpetuará algún día el nombre del
vencedor del Ombú, del autor de la primera constitución provincial
argentina, del organizador avisado de la policía de Buenos Aires, de
un soldado de la Independencia, de un diputado al congreso del año
26, de un general recomendado a la gratitud pública por Bernardino
Rivadavia; pero sí sé, y debo aquí decirlo, que el viajero
argentino que remonta los ríos detiene siempre los ojos con noble orgullo
en un recodo del gran río Paraná, donde un día la entereza
del General Mansilla, rigiendo el pundonoroso sentimiento nacional en lucha
desigual con los poderes más fuertes de la Tierra, supo grabar con
sangre que no se borra derechos indestructibles de honor y de gloria. ¿Qué
importa el murmullo del vulgo sobre hechos, de suyo efímeros, al pie
de monumentos imperecederos diseñados por el heroísmo como la
Vuelta de Obligado, donde se destacó la bizarra figura de Mansilla
entre el fuego y la metralla, a la sombra, señores, no de otra bandera
que aquélla que saludaron dianas de triunfo en los campos de Maipú
y de Ituzaingó?"
Oscar
J. Planell Zanonem - Oscar A. Turone
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